Tryno Maldonado (Zacatecas, 1977), es un novelista, cuentista, editor y articulista mexicano que se ha convertido en referencia ineludible de la nueva narrativa latinoamericana. Ha publicado las novelas Viena Roja (2005) y Temporada de caza para el león negro (2008), esta última publicada por la prestigiosa Anagrama y que resultó entre las novelistas finalistas del Premio Herralde de Novela 2008, que otorga la misma editorial bercelonesa. En 2007 publicó Grandes Hits, vol. 1, una antología de nuevos narradores mexicanos, conviertiéndose en el portavoz de su generación, a los que pertenecen Guadalupe Nettel, Heriberto Yépez, Valeria Luiselli y la desaperecida Aura Estrada. Además, es editor de la editorial Almadía, una editorial que ha ido ganando espacio en el competido mercado editorial gracias a un tino poco común para publicar cosas importantes y rescatar aquellos que parecían en el olvido. Les entrego un relato de Tryno publicado en noviembre pasado en la revista Playboy.
COMO NADAR EN EL HIELO.
Al igual que mucha gente en esos días, perdí mi empleó durante el agitado levantamiento civil y el posterior sitio de las fuerzas federales que se prolongó a lo largo casi un año en Oaxaca. Sin embargo, me gustaba vivir allí y no tenía la intención de volver a mi tierra. Así que decidí quedarme, estirando lo más posible el poco dinero que tenía. Durante las primeras semanas aún me tomaba las cosas con calma. Gastaba las mañanas en repartir currículos y en asistir a entrevistas laborales de las que, invariablemente, jamás obtenía algo. Por las tardes, en cambio, me salía a caminar y a leer durante horas en alguno de los cafés del centro.Una de esas tardes terminé en un café del zócalo frecuentado por turistas extranjeros. El café era malo, pero desde la terraza la vista de la plancha principal y de los soportales era estupenda.“Qué milagro”, dijo alguien detrás de mí. “Creí que te habías ido de Oaxaca, hermano.”Giré la cabeza y descubrí a Héctor. Traía puesto el uniforme del café y un gafete que constataba su nombre.“¿Qué te sirvo?”, preguntó luego de darme un abrazo efusivo que me resultó incómodo.Héctor era un muchacho zapoteco del Istmo que había conocido meses antes, pero al que le había perdido la pista. Llegó a la ciudad atraído por el movimiento social. Hacía guardias por las noches en una de las barricadas ciudadanas que se habían instaurado en mi colonia durante el conflicto y daba talleres de autogestión y de fabricación de máscaras anti-gases a los profesores del sindicato durante el día. Un par de veces coincidimos en las reuniones de la Asamblea Popular. Antes de eso, él contaba que se ganaba la vida como guía de turistas en la costa, mayormente en Huatulco. Sin embargo, era la primera vez desde que lo conocí que lo veía trabajar.“Un espresso”, le dije. “Y una Coca-Cola.”“Perfecto, te los traigo enseguida”, dijo. “Éstos van por mi cuenta.”Decir que Héctor era guía de turistas era emplear un eufemismo. La gente de Oaxaca les llama zocaleros. O, más acertadamente, gabacheros. Los gabacheros suelen ser casi por norma jóvenes de labia fácil y carisma imantado, con el radar puesto en las turistas extranjeras. Sobre todo europeas. El cabello azabache, largo, lustroso, recogido en una coleta como guerrero azteca, la tez bronceada, la ropa de manta y los huaraches de suela de llanta, son el anzuelo infalible para que el turismo revolucionario del primer mundo crea haber encontrado en alguno de ellos al último portador de la sangre real de Cuauhtémoc. La peor de las suertes que un gabachero puede correr es que su víctima se ocupe de todos sus gastos durante una o dos semanas a cambio del sexo casual intercontinental para deshacerse de él enseguida. En el mejor de los casos, sin embargo, una vida resuelta y holgada, rodeada de los beneficios asépticos de la seguridad social del primer mundo, es lo que le aguarda en su futuro al gabachero con más fortuna. Nada que no hubiera visto durante mis cuatro años de vivir en Oaxaca. Y he de decir que estos personajes me provocaban una cierta clase de envidia admirada. Lograban hazañas y conquistas sexuales a las que sólo en los sueños más húmedos yo podría tener acceso. Y Héctor, con su verba hipnótica y su éxito rotundo con las extranjeras que superaba exponencialmente al mío, no era la excepción.“Aquí tienes, hermano”, dijo Héctor poniendo el café y un vaso con hielos sobre la mesa. “Oye, hoy en la noche toca una banda muy buena en el Central. Deberías venir. Deja esos libros, lo que te hace falta a ti es una mujer. Si vienes voy a presentarte a dos suecas que se están quedando en mi casa. Dejaron a sus novios en Suiza para pasar el verano de solteras. Ésas son las que cogen mejor.”“Suecia”, lo corregí. “Suecia.”“¿Qué cosa?”, Héctor entornó los ojos y ladeó la cabeza.“Nada”, dije arrepentido. “Olvídalo.“Bueno, el caso es que estas suecas vienen dispuestas a cogerse hasta el último poste de luz de Oaxaca. Son unas diosas, hermano. Tienes que verlas…”“Me gusta la música del Central”, dije. “Trataré de ir.”“Allí te espero”, dijo Héctor guiñando un ojo. “No me vayas a dejar solo con las nenas.” Héctor terminó su turno minutos después y se despidió. Estuve poco más de una hora en el café antes de irme. Cuando llegué al Central era casi medianoche y la banda que tocaba ya había terminado. La música era la que el DJ de la casa mezclaba todos los sábados. Cumbia andina y música de los Balcanes. El volumen era tan alto que las bocinas se saturaban a menudo. A nadie parecía importarle. La barra estaba atestada de gente y en la pista no cabía un alfiler. Pedí un mezcal para entrar en calor. De pronto sentí un golpe en la espalda. Volteé a mirar qué sucedía.“Te estábamos esperando, hermano”, dijo Héctor.Se veía muy distinto sin el uniforme del café. Llevaba la melena suelta y bien peinada, una guayabera fina, pantalón de mezclilla a la moda y los huaraches de cuero que nunca se quitaba. Tenía la cara brillante y la mirada perdida. Sostenía un vaso con mezcal en una mano y una botella de cerveza en la otra. Cuando intentó abrazarme derramó el mezcal sobre mi camisa. Estaba eufórico y su alegría por el hecho de que hubiera cumplido mi promesa parecía ser sincera. “Ésta es Victoria”, dijo Héctor. “Ella es Maja.”Las dos suecas eran tan altas como yo. Llevaban tacones y vestidos ajustados. Debieron creer que irían a un club europeo. Maja iba de blanco y su vestido corto dejaba ver unos muslos bronceados. Victoria era un poco más alta. Ella era la que concentraba la mayoría de las miradas. Había un cerco de testosterona impuesto a nuestro alrededor. Héctor, a quien Victoria le sacaba una cabeza de alto, no la soltaba de la cintura ni por un segundo, como un dogo.“Nice to meet you”, dije mientras las saludaba de beso.Las dos se rieron.“¿No hablas español?”, quiso saber Maja. La chica de la barra me entregó el mezcal. Héctor no dejó que pagara. Pidieron una ronda más de cervezas y mezcales. Victoria le dio a Héctor un billete de mil pesos, pagó y se quedó con el cambio.“Gracias”, dije brindando. Debíamos gritar para hacernos entender entre el bullicio de la multitud y el volumen ensordecedor de la música. Cuando Héctor hablaba cerca de mí para explicarme algo sobre las suecas, me escupía partículas de saliva en la cara. Los seguí hasta su mesa. Había en el centro una botella de mezcal y dos cubetas de cerveza vacías. En cierto momento Victoria tomó de la mano a Héctor para llevarlo a la pista de baile. Antes de desaparecer entre la muchedumbre, Héctor miró a Maja y me guiñó un ojo. “¿Te gusta Oaxaca?”, le pregunté a Maja por decir algo. “Mucho”, dijo. “Es bonito.” Pocas veces me he sentido tan estúpido. Nos quedamos mucho rato sin decir palabra, mirando a la gente que bailaba cumbias en la pista. Bebí de un trago el mezcal y pedí el segundo. Cuando buscaba el dinero entre los bolsillos Maja me detuvo. “Yo invito”, dijo sacando un billete de su bolso. “Que sean dos.” Brindamos. Quiso imitarme, vació el mezcal de un solo trago y los ojos se le pusieron llorosos. En delante, cada vez que pedí algo a los meseros, Maja era quien pagaba. Me sentí comprometido a intentar al menos tener una conversación decente. “¿De qué parte eres?”, le pregunté. “Estocolmo”, dijo Maja acercándose para que pudiera escucharla. Olía muy bien. Sus dientes eran blanquísimos y sus ojos casi trasparentes. “Me gustaría conocer”, dije esta vez con toda honestidad. “¿Cómo es?” Maja hizo un gesto de fastidio. “Uf… Horroroso”, se quejó. “Es como nadar en el hielo todo el maldito día.” No supe qué más decir. Pedimos dos mezcales más y nos dedicamos de nuevo a contemplar a la gente que danzaba eufórica. Cada cierto tiempo los hombres abordaban a Maja. Venían a sentarse a su lado. En esos momentos me tornaba invisible. Ella, no obstante, se encargaba de batearlos tan rápido como llegaban. Entonces volvía a quedarse mirando la pista.
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