SABERSE CERCA
A Efra Moctezuma, quien sé que le gustará. A mi esposa, a mi hijo. A todos los lectores de este humilde lugar. A Woody Allen.
Cierto día caluroso Jaime decide asesinar a su profesor. El profesor es un tipo mezquino, detestable, y Jaime no encuentra mayor remordimiento para acertarle un hachazo en la frente o clavarle una navaja en el corazón. Le sobran los pretextos. Jaime recuerda muy bien a Raskolnikov y sus cuitas existenciales. En este caso no sería por usura, sino por el simple gusto de quitarle la existencia a alguien detestable. Jaime piensa que alguien así no debe vivir, no se merece al privilegio de respirar a costa de los demás, de comer a costa de los demás, de cagar en un baño decente. Hay ciertas personas que incomodan por el simple hecho de respirar. Jaime sabe que su profesor es una de esas personas. Pero Jaime no es muy ingenioso. Impetuoso, obstinado, decidido sí que es, pero para matar a un hombre falta algo más que la simple determinación de hacerlo. Es un momento de lucidez que envuelve todo en un halo de sapiencia y define, a bocajarro, tu propia existencia. Una Revelación, dicen; una imagen mística, señalan. Y entonces Jaime se documenta esperando encontrar en los libros lo que la realidad no le ha otorgado: valor. Lee algunos libros y subraya casos de asesinatos famosos. Lee periodos, estudia épocas, pasa días inmerso en biografías de sádicos y asesinos seriales, revisa los juicios nazis de Nüremberg, matanzas de la colonización española, africana, norteamericana. Anota casos como el siguiente:
“El crecimiento del cúbito delata una edad no mayor de 15 años. No es posible reconstruir más. Su avanzado estado de descomposición impide hipotizar más. En la garganta –o lo que queda de ella- se encontró un fetiche sexual de aproximadamente 25 centímetros. El fetiche tiene púas en la punta, lo que desgarró la garganta y parte del esófago. No es posible determinar si el fetiche fue introducido en vida o no. Hay rasgos de tortura. Tiene cercenado piernas y glúteos, y no se encontraron restos oculares”.
Jaime se lo toma con calma. Lo del fetiche no estaría mal, es una idea que le atrae sobremanera. Pero no. Necesitaría de mucho mobiliario para mantenerlo encerrado. Quiere algo más simple, algo que parezca trivial, como muchos de los asesinatos que se ven todos los días en una gran ciudad. La vulgaridad como método de despersonificación. Así que Jaime comienza a seguir a su profesor. No tarda mucho en descubrir que sostiene una relación “casual” con un dependiente de una tienda departamental. Un tipo calvo y enjuto, insignificante. El profesor y el dependiente se ven tres veces por semana en una hotel barato del centro de la ciudad. Una de esas tardes Jaime renta en cuarto contiguo al del profesor y su amante. Descubre, como lo suponía, que las paredes de las habitaciones son más delatoras de lo común, material corriente que permite que la comunicación entre las habitaciones fuese como si no existieran las paredes. Ahí descubre que la relación “casual” va más allá. El dependiente es casado, tiene tres hijos, una esposa que aborrece y, además, cuando el profesor lo está penetrando, le gusta que éste lo llame muñequita de porcelana. Luego todo queda en calma. El profesor se fuma un cigarro, y el dependiente va al baño a limpiarse los restos de fluidos que recorren su cuerpo. Platican mucho. El profesor le cuenta sus planes para largarse al extranjero a terminar un posgrado. España, quizá, aunque no descarta que un golpe de suerte lo mande directo a la gloria académica norteamericana. El dependiente tiene ambiciones más mundanas. Quiere dejar a su mujer, y quiere vivir con el profesor. Quiere poder gritar a los cuatro vientos que es homosexual. El profesor le promete que cuando se vaya al extranjero se irá con él. Lo ama. El dependiente ama a sus hijos, pero el profesor, adiestrado en oratoria, persuade al dependiente argumentando que cada ser humano tiene el derecho de buscar su felicidad, aun si los costos de ésta afecten directamente a un ser querido. El dependiente, en tono de broma, le pregunta al profesor si en España están permitidas las bodas entre homosexuales. El profesor no lo sabe, pero promete averiguarlo cuanto antes. Una o dos horas después se van. Así dos o tres veces por semana.
La persecución del profesor está aburriendo a Jaime. El profesor es un tipo de acciones cotidianas simples y sin alteraciones drásticas. Reparte su tiempo entre sus clases, la biblioteca y las visitas al hotel con el dependiente. Algunas veces va al cine, por lo regular acompañado de alguna alumna. Con el dependiente sólo se ve en el hotel y punto. No hay un café antes del acto, ni una cena previa con pasta y vino. Una tarde, Jaime, como de costumbre, renta el mismo cuarto. Primero llega el dependiente. Se desnuda, se baña. Descorcha una botella de vino, enciende el televisor y observa un programa de variedades durante unos minutos. Suena su celular. Es él, el profesor, quien le avisa que tardará más tiempo de lo planeado. No hay problema: el dependiente lo esperaría el tiempo que fuera necesario sino tuviera que regresar a terminar un importante inventario en la tienda. No tardará, le confirma. Tiene algo que decirle, algo muy importante. Sí sí sí, dice el dependiente, él también tiene algo importante que decirle, el teléfono no es buena idea, quiere ver su rostro iluminado por la lámpara de su universo, cuando corta la llamada. Enciende un cigarro. Vuelve a encender el televisor. El mismo programa de variedades invade con su vulgaridad la habitación. Camina de un lado a otro, brinca en la cama, Jaime sabe que los nervios producen un flujo de adrenalina capaz de alterar al más ecuánime. Minutos después el profesor llega. Una caja de chocolates enciende el rostro del dependiente, quien paga el gesto con un beso, profundo y tibio. Huele a alcohol, quizá ha bebido demasiado, dos o tres copas más de lo habitual. Tienen que hablar, el tiempo apremia. No se ponen de acuerdo, cada quien quiere comerse el tiempo lo más rápido posible. Ahí está: el dependiente ha dejado a su mujer, le ha contado la verdad, ha puesto al descubierto sus sentimientos para con el profesor, ha recibido una serie de insultos como nunca, bofetadas, obscenidades, reclamos, amenazas de nunca más volver a ver a sus hijos, juramentos, maldiciones y promesas que no ha de cumplir ni en esta vida ni en otra, golpizas que llegarán tarde que temprano, pero no importa, es feliz, son felices en un mundo donde la felicidad está sobrevalorada, son felices cuando son miserables, dicen, pero se aman y eso es todo lo que importa. El dependiente calla. Fuma. El profesor se moja los labios para comenzar a hablar. Lo engaña, dice, le roba, dice, ha traicionado su confianza, dice, ha descubierto que el dependiente lleva meses sustrayendo pequeñas cantidades de una cuenta que tenían en común para hacer el viaje a Europa, dice, pero eso es lo de menos, además, dice, ha comenzado una relación con un colega suyo, un tipo en el cual pueda confiar, un tipo con el que tiene en común muchas cosas, como el gusto por los libros y el cine y el arte en general por ejemplo, pero el dependiente lo ama, no no no, nunca le haría algo así, las cantidades que sustrajo de la cuenta serán devueltas inmediatamente, las utilizó para pagar ciertas deudas contraídas por y para su familia, ¿lo puede entender?, no puede creerle, no sabiendo que no ha confiado en él para algo delicado, pero todo está consumado: el profesor le muestra dos boletos de avión para España, pero el dependiente no irá, se lo dice el profesor, tú no puedes ir conmigo después de lo que me has hecho, el dependiente sólo quería proteger a su familia, ¿de qué?, de un chantaje, dice, hay un tipo que los ha seguido desde hace varios meses y le ha pedido dinero a cambio de no contarle nada a su familia, pero eso era antes, ahora ya no importa, mi familia ya lo sabe, eso no basta, nunca bastará, no hay marcha atrás, no puede dejarlo, no debes, todo ha terminado, no, nunca, se escucha un crujido y luego un gemido que sale de una voz ahogada, algo cayendo, no te hubieras atrevido, lo siento, pero tenía que ser así: un portazo resuena durante unos segundos. Después de cagar, Jaime abandona rápidamente el hotel.
“El crecimiento del cúbito delata una edad no mayor de 15 años. No es posible reconstruir más. Su avanzado estado de descomposición impide hipotizar más. En la garganta –o lo que queda de ella- se encontró un fetiche sexual de aproximadamente 25 centímetros. El fetiche tiene púas en la punta, lo que desgarró la garganta y parte del esófago. No es posible determinar si el fetiche fue introducido en vida o no. Hay rasgos de tortura. Tiene cercenado piernas y glúteos, y no se encontraron restos oculares”.
Jaime se lo toma con calma. Lo del fetiche no estaría mal, es una idea que le atrae sobremanera. Pero no. Necesitaría de mucho mobiliario para mantenerlo encerrado. Quiere algo más simple, algo que parezca trivial, como muchos de los asesinatos que se ven todos los días en una gran ciudad. La vulgaridad como método de despersonificación. Así que Jaime comienza a seguir a su profesor. No tarda mucho en descubrir que sostiene una relación “casual” con un dependiente de una tienda departamental. Un tipo calvo y enjuto, insignificante. El profesor y el dependiente se ven tres veces por semana en una hotel barato del centro de la ciudad. Una de esas tardes Jaime renta en cuarto contiguo al del profesor y su amante. Descubre, como lo suponía, que las paredes de las habitaciones son más delatoras de lo común, material corriente que permite que la comunicación entre las habitaciones fuese como si no existieran las paredes. Ahí descubre que la relación “casual” va más allá. El dependiente es casado, tiene tres hijos, una esposa que aborrece y, además, cuando el profesor lo está penetrando, le gusta que éste lo llame muñequita de porcelana. Luego todo queda en calma. El profesor se fuma un cigarro, y el dependiente va al baño a limpiarse los restos de fluidos que recorren su cuerpo. Platican mucho. El profesor le cuenta sus planes para largarse al extranjero a terminar un posgrado. España, quizá, aunque no descarta que un golpe de suerte lo mande directo a la gloria académica norteamericana. El dependiente tiene ambiciones más mundanas. Quiere dejar a su mujer, y quiere vivir con el profesor. Quiere poder gritar a los cuatro vientos que es homosexual. El profesor le promete que cuando se vaya al extranjero se irá con él. Lo ama. El dependiente ama a sus hijos, pero el profesor, adiestrado en oratoria, persuade al dependiente argumentando que cada ser humano tiene el derecho de buscar su felicidad, aun si los costos de ésta afecten directamente a un ser querido. El dependiente, en tono de broma, le pregunta al profesor si en España están permitidas las bodas entre homosexuales. El profesor no lo sabe, pero promete averiguarlo cuanto antes. Una o dos horas después se van. Así dos o tres veces por semana.
La persecución del profesor está aburriendo a Jaime. El profesor es un tipo de acciones cotidianas simples y sin alteraciones drásticas. Reparte su tiempo entre sus clases, la biblioteca y las visitas al hotel con el dependiente. Algunas veces va al cine, por lo regular acompañado de alguna alumna. Con el dependiente sólo se ve en el hotel y punto. No hay un café antes del acto, ni una cena previa con pasta y vino. Una tarde, Jaime, como de costumbre, renta el mismo cuarto. Primero llega el dependiente. Se desnuda, se baña. Descorcha una botella de vino, enciende el televisor y observa un programa de variedades durante unos minutos. Suena su celular. Es él, el profesor, quien le avisa que tardará más tiempo de lo planeado. No hay problema: el dependiente lo esperaría el tiempo que fuera necesario sino tuviera que regresar a terminar un importante inventario en la tienda. No tardará, le confirma. Tiene algo que decirle, algo muy importante. Sí sí sí, dice el dependiente, él también tiene algo importante que decirle, el teléfono no es buena idea, quiere ver su rostro iluminado por la lámpara de su universo, cuando corta la llamada. Enciende un cigarro. Vuelve a encender el televisor. El mismo programa de variedades invade con su vulgaridad la habitación. Camina de un lado a otro, brinca en la cama, Jaime sabe que los nervios producen un flujo de adrenalina capaz de alterar al más ecuánime. Minutos después el profesor llega. Una caja de chocolates enciende el rostro del dependiente, quien paga el gesto con un beso, profundo y tibio. Huele a alcohol, quizá ha bebido demasiado, dos o tres copas más de lo habitual. Tienen que hablar, el tiempo apremia. No se ponen de acuerdo, cada quien quiere comerse el tiempo lo más rápido posible. Ahí está: el dependiente ha dejado a su mujer, le ha contado la verdad, ha puesto al descubierto sus sentimientos para con el profesor, ha recibido una serie de insultos como nunca, bofetadas, obscenidades, reclamos, amenazas de nunca más volver a ver a sus hijos, juramentos, maldiciones y promesas que no ha de cumplir ni en esta vida ni en otra, golpizas que llegarán tarde que temprano, pero no importa, es feliz, son felices en un mundo donde la felicidad está sobrevalorada, son felices cuando son miserables, dicen, pero se aman y eso es todo lo que importa. El dependiente calla. Fuma. El profesor se moja los labios para comenzar a hablar. Lo engaña, dice, le roba, dice, ha traicionado su confianza, dice, ha descubierto que el dependiente lleva meses sustrayendo pequeñas cantidades de una cuenta que tenían en común para hacer el viaje a Europa, dice, pero eso es lo de menos, además, dice, ha comenzado una relación con un colega suyo, un tipo en el cual pueda confiar, un tipo con el que tiene en común muchas cosas, como el gusto por los libros y el cine y el arte en general por ejemplo, pero el dependiente lo ama, no no no, nunca le haría algo así, las cantidades que sustrajo de la cuenta serán devueltas inmediatamente, las utilizó para pagar ciertas deudas contraídas por y para su familia, ¿lo puede entender?, no puede creerle, no sabiendo que no ha confiado en él para algo delicado, pero todo está consumado: el profesor le muestra dos boletos de avión para España, pero el dependiente no irá, se lo dice el profesor, tú no puedes ir conmigo después de lo que me has hecho, el dependiente sólo quería proteger a su familia, ¿de qué?, de un chantaje, dice, hay un tipo que los ha seguido desde hace varios meses y le ha pedido dinero a cambio de no contarle nada a su familia, pero eso era antes, ahora ya no importa, mi familia ya lo sabe, eso no basta, nunca bastará, no hay marcha atrás, no puede dejarlo, no debes, todo ha terminado, no, nunca, se escucha un crujido y luego un gemido que sale de una voz ahogada, algo cayendo, no te hubieras atrevido, lo siento, pero tenía que ser así: un portazo resuena durante unos segundos. Después de cagar, Jaime abandona rápidamente el hotel.
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