No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



domingo, 13 de diciembre de 2015

LA TRANSPARENCIA OPORTUNA
A la Anallely aquélla del aburrido curso aquél.
I
Evaristo Koller es  un emigrante argentino que vive en México desde 1980, año en que el gobierno militar de Videla le mató dos hijos y secuestró a sus dos nueras, regresándolas seis meses después,  muertas en vida. Una de las nueras de Koller murió de cáncer un año después de su liberación, y la otra murió en un accidente de auto en 1985 en Mendoza, según por culpa de un conductor ebrio. Koller,  viudo desde principios de los setenta, se encontró solo y deprimido a los 45 años.  Viajó a México en junio de 1980, y después de intentar conseguir empleo en alguna universidad mexicana –tiene un doctorado en sociología por la universidad de La Plata-, optó por invertir sus magros ahorros en una librería. Instaló la librería El gaucho insondable en la colonia Anzures del DF, y por algún tiempo la librería funcionó, pero México no es tierra de lectores y Koller se vio en bancarrota y con un pedido de libros españoles que no pudo pagar. Las autoridades mexicanas le embargaron, y por poco queda en la mendicidad. Por esos días infaustos, Koller conoció a Angelina Robles, una poblana avecindada en el DF, donde trabajaba para un despacho de abogados como secretaria. Koller la conoció en una fonda cercana a la librería, y enseguida hubo conexión. Los ojos avellana de Angelina se posaron en los ojos azules de Koller, y ambos sintieron eso que se siente cuando uno se enamora. Iniciaron una incipiente relación luego de que Koller la invitara al cine a ver una película de Buñuel. Un mes cumplido de relación y Koller quedó en la calle. Estuvo preso quince días, hasta que Angelina consiguió el dinero para la fianza y el argentino pudo salir del Reclusorio Oriente. Salió, pero no tenía dónde ir. Así que ambos hicieron lo que sabían de antemano que tenía que ocurrir: se fueron a vivir juntos. La primera noche hicieron en amor y Koller le contó casi toda su vida. Ambos lloraron acostados en la cama, cuando Koller terminó su relato. Angelina pensó que un hombre que lo ha sufrido todo puede aguantarlo todo en un país extranjero, y también pensó que acaso no habría un hombre más adecuado para ella que Evaristo Koller. Tres meses después se casaron.
II
A Agnes Koller la detuvo un comando militar a la salida de un cine en Adrogué, provincia  de Buenos Aires en enero de 1980. Dentro del cine se había reunido con un enviado del movimiento radical Montoneros, donde su marido, Sigfrid Koller, militaba en la clandestinidad. Hacía más de un año que no sabía nada de su marido, y días antes el mismo enviado la había contactado para entregarle una serie de cartas que Sigfrid había escrito para ella. La delación fue evidente: las ráfagas de metralla mataron en el acto el enviado, y a Agnes la subieron en un vehículo donde le vendaron los ojos y la drogaron hasta dormirla. Despertó en un cuarto frío y húmedo, con pinta de consultorio médico. Una mesa, una silla, las paredes blancas y una bandeja con diferentes instrumentos quirúrgicos eran todo el mobiliario. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que un tipo gordo y calvo entró en la habitación y le soltó el primer golpe que la tiró de la silla. Luego vinieron los insultos, más golpes, la tortura psicológica (le mostró una foto del cadáver de su marido), los cortes en los dedos de los pies y el líquido que vertía para que el ardor fuera interminable. Luego el calvo sanguinario se fue, y entró otro tipo, éste enjuto y bajito, a punto de la enanez. El enano resultó un experto en el sutil arte de la tortura. La mantuvo despierta durante días hasta que Agnes declaró lo que él quería que declarara, y dio una dirección inexistente, delató a personas inventadas, en plena lucidez del dolor de muelas (el enano le extrajo un molar con unas pinzas de presión) se confesó  integrante de un movimiento anarcosindicalista con planes de asestar un golpe a militares de alto rango. La tortura cesó por unos días. Pero el enano quería saber más y la mantuvo en un cuarto oscuro por tiempo indefinido, eterno. En total oscuridad, Agnes escuchaba los gritos de los cuartos contiguos a su confinamiento. Dormía unos minutos e inmediatamente despertaba, presa de un miedo terrible. Nunca supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero debió ser mucho porque aprendió a distinguir los gritos, a clasificar los susurros de miedo, a inventarse ella misma frases de súplica, insultos, blasfemias. El enano la sacó de su letargo alucinatorio sólo para mostrarle que la realidad no podía inventarse: existía por sí misma.  Por días la mantuvo despierta con fármacos e inyecciones de adrenalina; auscultó todas las partes de su cuerpo, hurgó en todos los orificios de Agnes con precisión quirúrgica, manipulándolos con pinzas, embudos, metales, tubos. El enano se masturbaba cuando Agnes no podía controlar el esfínter y se cagaba. Luego recogía sus excrementos y la obligaba a tragarlos con un embudo especial.  Si el tiempo es una eternidad insondable, el tiempo para Agnes Koller fue un instante detenido en la irrealidad: el puto caos. Hasta que se cansaron de cosificar a Agnes. Una buena tarde la sacaron de su encierro y la trasladaron a Buenos Aires. Una última advertencia: nadie le creería. Agnes Koller vivió el último año de su corta vida entre la esquizofrenia y la realidad. Le habían arrebatado toda esperanza de salir adelante, y supo, cuando regresó a su departamento, que ya nada valía la pena. Enfermó de un raro cáncer de sangre y murió joven, a los 25 años.
III
Luego del fracaso de su librería, Evaristo Koller redobló sus empeños para conseguir un empleo. No fue fácil. No poseía documentos que comprobaran sus estudios en Argentina, a pesar de que en las entrevistas para ocupar un puesto docente en alguna universidad resultaba ampliamente calificado. Una vieja revista de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de La Plata,  era todo su currículum. Angelina le consiguió un puesto de redactor en una Agencia de ministerio Público en donde tenía contactos. Era un empleo miserable donde se pasaba la mayor parte del día pasando actas judiciales, alegatos, querellas y partes policiales. Se mantenía ocupado, y lograba no pensar en el pasado que había dejado atrás. La ayuda de Angelina fue definitiva. De noche, cuando Evaristo soñaba el rostro de sus hijos bañados en sangre y las risas de los militares que los torturaban lo despertaban entre sollozos, Angelina le pasaba sus brazos por el cuello y le susurraba que todo estaba bien, que sus hijos eligieron ese camino y a ellos les hubiera gustado que su padre los recordara como los hombres honorables y valientes que fueron. Lo sé, respondía Evaristo, lo que pasa es que no puedo borrarme sus rostros de mi mente. No puedo vivir con esto. Y ya no podía dormir.
IV
Los diez días de tortura no quebraron el espíritu de Sigfrid Koller. El “colorado”, como lo llamaban sus camaradas, no dijo una sola palabra a sus captores, a pesar de que fue objeto de las torturas más tenebrosas que se puedan imaginar. Lo capturaron en una redada a los cuarteles clandestinos de Montoneros, cerca de Córdoba. No lo capturaron con facilidad: dos horas demoró la balacera en donde 18 miembros del MAS y 10 soldados perecieron. Había guardado la última bala para quitarse la vida antes de ser capturado, pero el casquillo de su Luger semiautomática se atascó y no pudo sino suspirar y pedir por una muerte rápida. Lo trasladaron a un cuartel militar.   Fue interrogado, a golpes, por un oficial de las Fuerzas Armadas Argentinas. Nada dijo. Entonces trajeron a un militar sirio que entrenaba a algunos oficiales argentinos en tácticas de contrainsurgencia, y el sirio aplicó con Sigfrid Koller una panoplia de artilugios dedicados a deshumanizar a un ser humano. Al padre de Sigfrid, Evaristo Koller, le llegó a su departamento de Belgrano un reporte pormenorizado de todas las atrocidades que hicieron con su hijo, antes de darle el tiro de gracia y desaparecer su cuerpo para siempre. Como siempre, las voces de protesta eran calladas con el terror y la muerte.
V
Evaristo Koller recibió la noticia del secuestro de su nuera Eva, justo cuando pensaba largarse de Argentina. Sabía que, cuando menos uno de sus hijos, Sigfrid, estaba muerto, y el otro, Cástor, llevaba dos años desaparecido. Eva era una chica menudita y rubia, descendiente de alemanes emigrados a Argentina en la primera década del siglo XX, una familia que había prosperado en la pujante industria ganadera. No ignoraba que la familia de Eva se oponía rotundamente a la relación con su hijo Cástor, por diversas razones. La primera, y más importante, era de orden religioso: Eva era judía y los Koller eran abiertamente ateos. Sin embargo, la relación entre Eva y Cástor prosperó de manera inusitada, y, dejando atrás su holgada situación económica, no sin antes recibir amenazas de todo tipo, los enamorados se instalaron en una modesta pieza del barrio Boca. Cástor Koller estudiaba Literatura Alemana en la universidad de Buenos Aires, y Eva estudiaba Periodismo en la misma universidad. Sus vidas, para bien o mal, se cruzaron en determinado momento, y nada pudieron hacer una vez se conocieron.  Las células reaccionarias contra el gobierno de Videla estaban por todas partes, y desde la UBA se congregaban los partidarios que pronto entraban en la clandestinidad ante las frecuentes delaciones. El gobierno tenía infiltrados en todas las facultades y centros de investigación, y las redadas eran comunes. Con todo y ello, la vida académica de la universidad seguía, y quienes podían conseguir una beca en el extranjero, aprovechaban la oportunidad para no regresar. En 1977, a Cástor Koller la UBA le ofreció una beca para estudiar un posgrado en la  universidad de Viena y continuar con sus estudios sobre Robert Musil y la narrativa alemana de entreguerras. Consultó con Eva, y decidieron irse a Viena. Pero un año después, la universidad retiró la beca y los Koller no pudieron seguir en Europa. Regresaron a Buenos Aires, sólo para enterarse que Sigfrid se había unido a la guerrilla urbana desde donde asestaban golpes constantes al gobierno de Casa Rosada. Cástor y Eva asistieron a algunas reuniones secretas organizadas por el Montoneros,  influidos por Sigfrid. Se hablaba de igualdad, de oscuras noches argentinas con el gobierno que dirigía el canalla Videla, de temor, miedo, de muerte. Tres meses demoró su militancia. A Cástor lo detuvieron en una cafetería, y nunca se supo de él. A Eva, la detuvieron haciendo las compras semanales, y estuvo cautiva durante meses, hasta que la soltaron. Como cualquiera que es privado de su libertad de manera forzada, Eva Koller regresó convertida en otra persona.
A manera de Epílogo
Evaristo Koller tiene hoy casi ochenta años y es maestro universitario. Es especialista en Educación y Sociología. No quiere jubilarse porque dice que lo único que lo mantiene en pie es su trabajo. Yo no poseo ninguna cualidad especial, ni suelo caerle bien a nadie, por eso,  el hecho que Evaristo Koller me haya contado su historia en un bar de Puebla hace tres meses, no deja de impresionarme. Cuando le insinué que escribía, o más bien cuando insinué que era profesor y escribía en mis ratos de ocio,  se puso serio. Poneme una botella de tequila y te lo cuento todo, dijo, con ese acento que todavía no acepta a borrarse del todo y que remite a historias pasadas, tierras lejanas.  Escribe lo que quieras de mí. Sus ojos azules me auscultaron de arriba abajo. ¿Y cómo sé que la historia va a gustarme?, espeté. Eso no lo sabrás si no me escuchas, contratacó.  Acepto eso, pero tú tomas tequila y yo vodka, tengo problemas para similar el efecto del tequila en mi cuerpo, zanjeé el asunto. Lo escuché durante una hora, tiempo suficiente para que vaciara media botella de tequila y fumara diez cigarros por lo menos. Pensé en su edad, y en su abuso del alcohol y el tabaco; pensé que yo mismo tengo ambos problemas pero a mis treinta y cuatro años no es motivo de preocuparse hasta que un medicucho se le ocurra decir lo contrario. Escuché a Koller fascinado, en estado de excitación. Al terminar su narración, Koller sudaba. Ya lo has escuchado todo, pibe, o casi, dijo. Una mujer le tocó el hombro, sin que ambos hubiéramos notado su presencia. La mujer no dijo nada. Lo tomó de la mano, y Koller se dejó hacer. Vamos, Angelina, aún no termino mi botella, fue lo último que escuché decirle antes de abandonar la cantina.


         

sábado, 3 de octubre de 2015

LA METÁFORA ABSOLUTA
A Mario “el Buda”, por las horas de música (y otras sustancias) en su departamento de la Vallejo.
Uno
El día que Mark Chapman mató a John Lennon frente al edificio Dakota, el mismo año que John Bonham murió ahogado en su vómito en la casa de Jimmy Page, ese mismo día se decidió el futuro de Markus Reelman. Un juez le dictó sentencia: condenado a morir por inyección letal. Era el 2 de diciembre de 1980. La mención al líder de los Beatles, y la mención, de refilón, del legendario baterista de Zeppelin, no es gratuita: los tabloides sensacionalistas publicaron que Reelman había escrito dos semblanzas biográficas de Lennon y Bonham, publicadas por una editorial clandestina de Boston, y, además, Reelman impartió, en los sesenta,  una modesta cátedra de cultura popular contemporánea en una minúscula universidad de Manchester, en donde analizaba la influencia del rock en las clases populares  Durante los sesenta, Reelman había participado como bajista de The Peaches,  un grupillo sin futuro y malísimo que por dos o tres años se presentó en bares de  mala muerte hasta su desintegración por la muerte de Paul Guinnes, voz principal del grupo, en condiciones que sólo años después pudieron esclarecerse. No se sabe que Reelman hubiera participado en otras bandas, aunque, en los años que se hizo famoso, se mencionó que había audicionado, sin éxito, para Zeppelin, cosa que Plant y Page ni desmintieron ni afirmaron, con lo que dejaron abierta la posibilidad. Plant mencionó que hacía 1968 la banda buscaba con urgencia un baterista, y tuvieron alguna audición en Londres, pero sin decidirse por alguien. La llegada de Bonham a Zeppelin, luego de rechazar a Joe Cocker, puso fin a la búsqueda y abrió la etapa más fructífera de la banda, hasta la muerte de Bonham y la desintegración de la leyenda.
         Poco se sabe de la vida de Reelman desde mediados de los sesenta hasta la publicación de un panfleto antibelicista en 1972, con la discusión si se presentó o no a la audición de Zeppelin en el 68.  En esos años abandonó Manchester, con 32 años, y fijó su residencia en Boston. No hay registros de actividad laboral –fue despedido de la universidad de Manchester en 1966- y sólo se tiene un carnet de trabajo provisional en Boston como acomodador en un almacén. Las pesquisas de la policía fueron más allá: encontraron que hizo un viaje de cinco días a la ciudad de México en 1970, y un viaje relámpago a Inglaterra en 1971. Fue hasta la publicación de ¿Ir a la guerra?, su panfleto contra Vietnam, cuando el profesor Reelman tomó cierta notoriedad. Le ofrecieron empleo en una escuela comunitaria de Portland, Maine, y viajaba dos horas al día en tren para presentar su clase y regresar a su departamento del sur de Boston. El panfleto fue leído por estudiantes universitarios, y publicado en la imprenta universitaria de Columbia. Reelman recibió la invitación para leer su panfleto en un evento público ante la visita del presidente Nixon a Columbia, y su éxito fue tal que a partir de ahí las ofertas de trabajo llegaron y su situación económica cambió radicalmente.
Dos
Durante tres años, Reelman escribió sobre música en revistas especializadas. Se había ganado cierto público por sus críticas encarnizadas al sistema, y por sus crónicas detalladas, bien escritas y documentadas. No hubo grupo importante que le fuera indiferente. En tres años escribió una crónica semanal para la Boston Musical Review, e hizo una entrevista a Lennon en el 73, cuando Lennon apoyó la salida de del ejército estadounidense de Vietnam, en la famosa marcha por la paz de Nueva York. Aunque la entrevista versó sobre música y los nuevos proyectos de Lennon –al año siguiente editaría Imagine-, Reelman encontró la oportunidad de sacarle alguno que otro comentario sobre su postura antibelicista, los problemas que tenía con el gobierno americano por su actividad abiertamente pacifista y, con un guiño personal, sobre su relación con Yoko Ono. La entrevista con Lennon no sólo promocionó la revista, sino le dio el empuje que Reelman necesitaba para publicar en revistas de todo el país.
         Luego de la entrevista, Reelman empezó la escritura de la semblanza biográfica de Lennon, y para ello el beatle le envió un cuestionario que Reelman requería para terminar el libro. No tuvieron más contacto. Se sabe que Lennon aprobó la semblanza con una llamada telefónica, y nada más.
Tres
El 7de febrero de 1977, una llamada telefónica a la policía advirtió de una terrible imagen en un barrio del sur de Boston. Unos perros habían expuesto el cuerpo de una mujer semienterrado en el patio de una casa. La policía allanó el lugar, y, al hacer el cateo, no encontró al dueño. Dentro, la imagen no fue menos grotesca: cientos de botellas de refresco, y latas de conserva, adornaban la casa con excrementos y orines. El olor era indescriptible. Dentro de las habitaciones, gatos y perros muertos estaban postrados en montículos de cal. De la bañera de la habitación principal, una mezcla de excremento y comida podrida hacía el aire irrespirable. Llamó la atención de la policía que una de las habitaciones estaba intacta. En ella, había un escritorio, una librero y un mueble con cientos de discos, todo en perfecto orden, limpísimo; lo mismo el fichero de notas, los diccionarios y una vieja máquina de escribir marca Brother. Un cenicero sin usar, una lapicera, un afiche de Led Zeppelin, otro de John Lennon y uno más de Bonham, eran todo el mobiliario de la habitación.
         Pronto se descubrió que en la casa vivía Markus Reelman, o el profesor Reelman, como lo conocían los vecinos. Peritos inspeccionaron toda la casa y el terreno aledaño. Tardaron tres días en desenterrar los sesenta cadáveres que encontraron enterrados en el patio. Se inició la cacería de Reelman por todo Boston, y se dio aviso a todos los estados, terminales aéreas, ferroviarias, de autobuses; por unos días, su imagen –lentes redondos a la Lennon, bigotillo ralo, boca pequeña, nariz prolongada, cabello lacio hasta  la frente- inundó los noticieros, y, costumbre en esos años, el FBI proyectó su imagen en salas de cine.
         Los meses de nieve y hielo en Boston, hicieron difícil identificar los cuerpos. Un lugar común proporcionaría cierta línea de investigación que los expertos forenses no descartaron: la mayoría de los cadáveres tenían la extraña particularidad de ser o parecer roqueros. No había duda: casi todos con cabello largo, tatuajes insignes, perforaciones, argollas cutáneas, botas, arracadas. Que un asesino serial se interesara en cierta raza, sexo o estrato social, no era nuevo, pero Reelman había inaugurado un nuevo tipo de asesino serial.
Los investigadores centraron sus pesquisas en reconocer roqueros desaparecidos en los últimos años. No fue difícil: por todo el país, las agencias policiales reportaron desapariciones en varios estados; los casos, en su mayoría archivados después de seis meses, volvieron a abrirse. Curiosamente, ninguno de los roqueros desaparecidos era famoso. Pertenecían a grupos mediocres que tocaban en bares, en cocheras y fiestas privadas por pocos dólares; nadie extrañó a los jóvenes, y en algunos casos los familiares pensaban que su hijo se había marchado a buscar fortuna en otro lado. 
         Quizá el caso más notable de todos fue el de Ramón Valverde, un mexicoamericano de Salinas Valley, California, becado en la Universidad de Boston, en donde estudiaba Ciencias Políticas con un futuro prominente. Baterista en sus ratos libres, la mayor parte del tiempo la pasaba en el campus de su universidad. Sus padres, Jorge y Lucía Valverde, reportaron la desaparición de Ramón en noviembre de 1975, cuando el joven politólogo dejó de hablar a casa. Viajaron a Boston, pusieron la denuncia y esperaron. Meses después, ante la insistencia de la policía de cerrar el caso, la familia Valverde contrató un detective privado para encontrar a Ramón. La investigación del detective se trunca en una bar del sur de Boston, donde Ramón y su banda, The hands, tocaron durante dos horas. La imagen de Ramón entrando al subway, fue lo último que vieron sus amigos.
Cuatro
En mayo de 1977, durante un concierto en Portland, Oregon, Ozzy Osborne cayó de bruces en el escenario, brutalmente intoxicado. Había bebido y consumido cocaína durante cinco días seguidos, y en su camerino lo esperaba una fiesta con putas, más coca y vodka en cantidades industriales. Agentes del FBI tenían vigiladas las entradas y salidas el estadio de los Oregon Ducks, el equipo de futbol americano de la universidad. Habían arreglado que a mitad de “Strange” Ozzy se cayera y el concierto fuera suspendido. No podía negarse: en su camerino había suficiente droga para mandarlo varios años a la cárcel. El motivo era la detención de Markus Reelman, el asesino serial de Boston, ubicado en Portland y seguido hasta el concierto de Black Sabbat. Reelman fue detenido antes de perderse entre la gente que, embriagados, vociferaban por la restitución de su boleto ante el fisco del concierto. 
         Reelman rápidamente confesó todo. Lugares, fechas, nombres, pero los motivos para asesinar a sesenta personas durante un periodo de cinco años se los cayó. Incluso dijo que, atormentado por la culpa, había enviado una nota anónima a la policía de Boston, sólo para ser ignorado o tomado como un mentiroso bromista. Recordó que al enviar la nota sólo había matado a 10 personas, así que culpaba a la policía por no haberlo detenido y evitar que asesinara a cincuenta más. La sentencia tardó tres años en llegar, pero fue inapelable. Reelman fue ejecutado el 21 de agosto de 1981. Nadie reclamó el cuerpo. Lennon y Bonham había muerto un año antes.

       
 

miércoles, 2 de septiembre de 2015

LAS CIRCUNSTANCIAS
A mi hijo Aldo, otra vez, siempre.
I
Después de cinco días encontraron la entrada sur de la sierra. No había soldados, ni gente en el pueblo vecino. Sólo el rumor del viento que bajaba de la sierra y formaba remolinos en el descampado. Bebieron agua en un pozo cercano, casi vacío. Las casas estaban vacías. Comieron granos de elote, piloncillo, tortillas duras; bebieron nuevamente agua. Llenaron las cantimploras, recogieron la comida que pudieron y siguieron su marcha. Avanzaron varias horas, hasta internarse en la sierra. Tendrían que caminar  dos días hasta el campamento oriente, y esperar indicaciones. 
Lo que más extrañaba en aquellos días eran los libros. No era fácil conseguirlos, pues no podían quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar y estaban a constante salto de mata. No había tiempo para libros. Los libros no eran prioridad en un movimiento en donde los principales líderes fueron maestros universitarios con sólidas formaciones lectoras, pero al entrar en la clandestinidad tuvieron que adaptarse a las necesidades de las sombras. Lo que importaba era no dejarse atrapar, continuar con el postergado itinerario de golpes directos a la cabeza del sistema –golpes que nunca llegaban porque en el último momento algo indicaba que se debían cancelar-  y proteger a los líderes con su moralidad nata y su apego a las normas más honorables posible. Pasaban los días entre los recovecos inusitados de campamentos ex profesos, o en habitaciones de colonias perdidas. El tiempo era su único interés: esperar horas, días, a veces semanas hasta que se anunciaba que podían salir y entonces salían y volvían a su rutina de traslados en automóviles robados, en camiones que salían de la ciudad para internarse en los resquicios de las serranías.
Y el tiempo seguía su marcha. Hablaba lo indispensable con sus compañeros de lucha, pues tenían prohibido fraternizar más de la cuenta. Decían, o eso se escuchaba, que el movimiento estaba infiltrado hasta la dirigencia por agentes encubiertos del gobierno, y  era cuestión de tiempo la captura de los dos líderes sobrevivientes. El movimiento era su vida, y la sola idea de que podía desaparecer, lo ponía casi al borde de la histeria. No concebía un mundo lejos de ese espectáculo político al cual se había entregado desde muy joven –a pesar de su  juventud, súbitamente había envejecido en esos últimos dos años-  y una fijación lo flagelaba con fuerza: saber si, llegado el momento, tendría las agallas para pegarse un tiro ante la inminente llegada de los militares, o si sería al lado de su AK-47 con que se batiría a un duelo condenado al fracaso con la horda de militares que, seguramente, ya habrían ocupado todos los flancos del lugar, dispuestos a pasar a la historia como los artífices de lo que parecía imposible: acabar con el movimiento. Así que prefería pensar en libros. Sobre todo de noche, cuando el grupo de cautivos dormía y se daba a la tarea de recordar frases inexactas de sus libros favoritos, las novelas de adolescencia, los libros de política, la filosofía griega, la poesía, las historias romanas que su abuelo le contaba a todas horas. Era de los pocos momentos en donde no pensaba en el movimiento, y sus repercusiones políticas e históricas en su humilde país y en la decisión de entrar en él luego de la muerte intempestiva de toda su familia. El coraje de súbito al pensar en su madre con un tiro de gracia, sus hermanos desaparecidos, su padre desmembrado. Los pasillos de la Facultad de Humanidades donde estudiaba Literatura Española, los amigos con los que leía, escribía, y se emborrachaba después de los recitales de poesía que organizaban de improviso en cualquier espacio que las autoridades universitarias les prestaban. Pero la noche en la sierra era infinita, y siempre terminaba por pensar en lo que no quería: las imágenes se aparecían en su mente y permanecían clavadas como agujas durante horas, hasta que el alba lo adormecía y lograba olvidar.
II
Las veredas al lado del río, el imponente río donde el caudal se perdía con la espuma y las rocas, donde los animales bebían y los grupos de hombres temían pasar. No había paso que no corrieran peligro. Tan caudaloso, tan hondo, tan húmedo era ese río que en los más profundos días de lluvia se desbordaba por todos lados y arrasaba de una buena vez las breves resistencias humanas que se limitaban a ver cómo se perdían ranchos enteros, cosechas impotentes, vidas de familias enteras que no alcanzaban a salir de sus chozas. El grupo de hombres, fusil al hombro, mochila militar, observaban desde donde podían, intentando escapar de la fuerza de la naturaleza.
III
No lo motivaba nada más que el fin. Vislumbraba el final de todo con tanta insistencia que nada importaba. No sentía compasión por los caídos en combate,  ni por los líderes que eran atrapados en las circunstancias más inverosímiles. Sentía una tremenda compasión que lo ponía al borde del llanto cuando alguien insinuaba, entre el tabaco y el café frío, que era cuestión de meses que las últimas resistencias del movimiento entraran en la completa clandestinidad. Todos lo sabían: el clandestinaje era el principio del fin. Y él lo sabía mejor que nadie: la Historia le enseñó que no hay movimiento clandestino que resista, víctima, entre otras cosas, de su propia condición de tránsfuga. Nunca mintió al respecto: el hecho mismo de haber participado activamente en el movimiento, de ser miembro fundador, de estar comprometido con la causalo convertía en uno de los principales blancos del gobierno. Todos los sabían. Por eso lo cuidaban. Lo movían  cada semana, lo escondían, evitaban a toda costa que lo atraparan. Pero a veces era imposible, y lograba huir porque unos, dos, tres compañeros daban su vida para que él pudiera escapar. Pensaba que debía morir con ellos, que las ráfagas de metralleta se confundieran con el canto de los pájaros de la sierra y el sonido ocultaría su llanto en el último momento.
IV
La voz de Carmen. Su tersa voz desparramada desde la hamaca, y él al lado de ella, mirándola beber café, leer las novelitas que sólo ante él ella era capaz de leer, sólo ante él y nadie más se abría toda: sin las botas militares, los sabañones que perceptiblemente comenzaban hacer mella de sus dedos, las calcetas sucias, el fusil y el cuchillo, sus uñas sucias que intentaba ocultar tras las hojas del libro, el sudor que recorría su rostro, su cuello, sus pechos perlados de agua salina, ambos cubriéndose del sol bajo las ramas de tamarindo, y más allá, viniendo desde un sitio que no podían discernir, las voces de los compañeros que bebían aguardiente a sorbos cortos, dejando a la pareja en su intimidad, risotadas de camaradería que escondían en temor a la muerte, el descanso obligado cuando los cuerpos, exhaustos, no podían seguir más. Carmen lo convertía. Ante ella no el jefe, el líder, sino un hombre enamorado, ni más ni menos. Por eso atesoraba esa intimidad en la que no era necesario el sexo: la voz de Carmen era el cuerpo que no podía tocar aún, la risa de Carmen era la cavernosa humedad donde todo iniciaba, la herida abierta que no conocía, el recurrente calcinar de huesos convertidos en cenizas de la fosa clandestina donde imaginaba encontrarse cuando lo mataran. Carmen reía. Le leía fragmentos de las novelas que era, decía, el único placer que podía darse, el único vicio burgués del que no pudo desprenderse cuando nació en ella el llamado dela conciencia social, cuando estudiaba sociología y lo conoció a él, en un mitin organizado por una asociación de estudiantes revolucionarios. En ese tiempo él leyó un manifiesto en que ya prefiguraba la lucha armada como la forma más noble y necesaria para darle al pueblo la voz que había perdido ante repaces políticos y burgueses sin escrúpulos.  El mitin terminó en una represión brutal por parte del gobierno, la muerte de varios estudiantes y la primera y, hasta ese momento, única detención de él. Carmen estuvo en el germen de todo. Delante de ella, y como una forma burda y efectiva de tortura psicológica, él fue torturado. Ante cada golpe, ante cada escupitajo, ente los cigarros quemando su cuerpo, los ojos de ella se posaban con dureza en los de él, como si la tortura fuera compartida y así, entre ambos, el tiempo se esparciera y los golpes no dolieran. No volvieron a verse en mucho tiempo. Luego de salir de la cárcel, él fue reclutado por movimientos radicales y se fue otro país a entrenarse en tácticas de guerra. Carmen terminó su licenciatura, y por un tiempo ejerció el oficio como catedrática universitaria, pero una nueva represión del gobierno la envió directamente a las filas de un movimiento político que ya cobraba fuerza, y abandonó el país al mismo sitio donde él se había entrenado. En la clandestinidad, Carmen entró en contacto con la guerrilla, y fue reclutada. Sus primeras encomiendas fueron pedagógicas. Le habían encargado adoctrinar en las teorías marxistas a un grupo de estudiantes normalistas recién llegados. Carmen cumplió a cabalidad con la encomienda. No sólo dotó a los estudiantes de los rudimentos del materialismo histórico, sino los convenció que los libros y las armas, lejos de estar distanciados, podían llevar una común existencia como una especie de medios hermanos que se nutren uno al otro de una tácita compañía. Luego vinieron tareas menos ordinarias. Tuvo que entrar en acción, y colaboró con algunos líderes en la planeación de ataques a bancos, a oficinas de gobiernos y secuestros de personajes importantes de la política. Cumplió también, sin vacilar. Cuando se vieron nuevamente, él ya era reconocido como una figura emblemática del movimiento, y ella una activista de cierta posición dentro del mismo. A pesar de pertenecer al movimiento por más de tres años, nunca se habían visto, y las identidades de ambos, por seguridad, sólo la conocían ciertos integrantes. Las piezas del ajedrez se movían sin atender a necesidades específicas de ciertos miembros, sino a ese todo que nadie conocía pero todos seguían: la libertad.
V
No pasó mucho tiempo en que se encontraron dando vueltas en círculos. Llevaban caminando todo el  día, después que un pelotón del Ejército los había cercado en el campamento. Tuvieron sólo tres minutos para correr entre los árboles y matorrales que cubrían el campamento, cuando el vigía gritó, antes de ser rajado por las balas, que ya estaban subiendo la cañada. Los soldados abrieron fuego con todo lo que tenían; los guerrilleros lograron repelerlos algunos minutos en un fuego cruzado que causó la mayoría de bajas, pero fue inútil tanto sacrificio: al cabo de no mucho tiempo tuvieron que correr y dejar todo en el campamento. Se dispersaron. Él corría al lado de Carmen y otros tres miembros, que se turnaban para cubrirlo. Luego de varios minutos, desapareció el ruido de las ráfagas, y sólo escucharon su respiración agitada y el sonido del viento moviendo los árboles. Siguieron el protocolo: debían llegar a una población cercana donde se moverían más fácil, para recorrer la sierra por el lado norte, e internarse para encontrar otro campamento, igual de debilitado que el que acababan de dejar. No sería fácil. Era seguro que el Ejército tuviera cubiertas todas las entradas y salidas, pensando en que fuera de la sierra no sobrevivirían ni dos días. Y ellos lo sabían. La única posibilidad de salir con vida era regresando a la sierra, bajo el amparo de los cerros y protegidos por ese fuerte natural que era el río. No conocían la ruta occidente de la sierra, que era la más sinuosa, con los cerros más escarpados y donde el río se convertía en un verdadero monstruo sin fin con un caudal considerable. Pero con el Ejército siguiéndolos, era la única posibilidad. Caminaron ese todo el día hasta el anochecer. Nunca, en todo el tiempo a salto de mata en la sierra, sintió él tanto desamparo, tanta impotencia ante  la brutalidad de la naturaleza. Exhaustos, hambrientos, descansaron bajo el ceceo de un abedul. Improvisaron con unas mantas y hules un refugio para pasar a noche. Al lado de Carmen, no sintió frío ni miedo ni hambre, sólo un cansancio tan profundo que se durmió pasando los brazos por la cintura de la mujer, su mujer. Soñó con mejores tiempos. Días, meses y años en donde el pueblo finalmente fuera escuchado, y donde todos vivieran igual, sin ricos ni pobres, sin exclusiones, sin prebendas, todos unidos bajo un bien común, todos viviendo armónicamente. Soñó también con los libros que nunca pudo escribir, las historias que recreaba en esas noches de la sierra, los libros que leyó alguna vez, hace tanto tiempo que poco a poco los personajes se difuminaban en silencio. Soñó con Carmen, pero no con la Carmen guerrillera de la que estaba irremisiblemente enamorado, sino soñó con una Carmen vestida con una bata de maternidad y con seis o siete meses de embarazo. Se soñó postrado en su regazo, escuchando las acrobacias de su hijo dentro del vientre de Carmen, esos sonidos que lo transportaron, dentro del sueño, a otro sueño, arrullado por la cadencia de sus latidos del corazón. La imagen de Carmen vestida con bata de maternidad, el pelo suelto, húmedo, sobre la cintura, la historia de hadas y príncipes y dragones que le leía a su hijo con los labios pegados al ombligo de Carmen para poder trasmitir las palabras con soltura y claridad, la risa de Carmen ante la  narración simultánea de la hazaña del príncipe Escorbuto al vencer de una tajada de su filosa espada al Dragón de la Noche, que gemía y lanzaba bocanadas de  humo, apagado el fuego de su estómago, otra vez la risa de Carmen y sus manos aferradas al pelo de él, las voces dentro del sueño, las ráfagas que oyó a lo lejos, en otra dimensión, los gritos que no lo despertaron.


domingo, 30 de agosto de 2015

LOS SABERES COTIDIANOS
Y luego, lo más importante: recordar quién soy. Recordar quién se supone que soy. No creo que esto sea un juego. Por otra parte, nada está claro. Por ejemplo: ¿quién eres tú? Y si crees que lo sabes, ¿por qué insistes en mentir al respecto? No tengo ninguna respuesta. Lo único que puedo decir es esto: Escúchame. Mi nombre es Paul Auster. Ese no es mi verdadero nombre.
Paul Auster

I
7 de agosto, 1:00 p. m.
Desde luego tuvo que elegir un buen nombre para publicar. No se trataba de lanzar el libro con ese nombre tan ordinario. Teodosio, como todos se lo habían dicho, era nefasto. Su agente literario o lo que él consideraba su agente literario (un tipo diminuto que daba la sensación de pasar desapercibido la mayor parte del tiempo, pero que a la hora de negociar era el tipo más despiadado que he conocido) le había sugerido algo más poético (en el fondo, Teodosio pensaba que qué podía saber su agente sobre lo que era poético o no, aunque se resignó a pensar que por algo era tan solicitado), que tuviera mayor presencia y le diera al lector la sensación de que era un tipo profundo y de un amplio conocimiento del mundo. Ambos, agente y autor, hacían cuentas sobre el depósito bancario que recibiría Teodosio por la publicación de su libro. Mientras tanto dejó a su agente la tarea de encontrarle un nombre perfecto.
         A los pocos días recibió la llamada del agente. Lo he encontrado, tío, es el nombre perfecto para ti, dijo al teléfono. ¿Y cuál es? Amaral Cíntora, contestó el agente. Teodosio no quedó muy contento con el nombre pero se resignó: para eso le pagaba.



22 de agosto, 11:45 a.m.
Supongo que debo comenzar por el principio, ¿no? Te confieso que lo conocí muy poco, así que lo que te diga no sé si te ayude. Pero para eso has venido, ¿no? Para esclarecer tus dudas. Para afilar la memoria. No entiendo tu interés, pero en fin. Estudiamos juntos un semestre o dos. Arquitectura, para ser exacto. Yo siempre he sido un tipo más bien de perfil bajo, y él también, así que era de esperarse que entre tantos parlanchines consagrados ambos congeniáramos. Era un tipo raro, como yo. Cuando el profesor pasaba asistencia, él ni se inmutaba. Y yo no me quedaba atrás. Él se amodorraba en su pupitre al grado de dar la impresión de desaparecer del salón. Yo lo veía y me entusiasmaba porque, en el fondo, sentía que por fin había encontrado a mi oscuro hermano gemelo, como dice, no sé, alguien que he olvidado. Nunca esperaba terminar la clase. Se salía a media clase magistral sobre la historia de la arquitectura mexicana moderna, o sobre la disponibilidad de materiales prefabricados de bajo costo o disparates como esos. ¿Qué hacía después? No lo sé, supongo que se iba a la biblioteca de la facultad o a fumar un cigarro de mota en el campus, qué sé yo, a masturbarse en la ducha mientras recordaba a Mabel, la tetona de la clase. Cierta tarde me acerqué a él mientras comía en una fondita cerca de la facultad. Tenía la intención de hacerle plática, charlar, no sé, conocerlo. Él leía un libro de poemas. Me presenté. Me miró de arriba abajo, cerró su libro, pagó su comida y se alejó de la fonda. Me quedé con un palmo de narices. Nunca volvía acercarme, ni falta que me hacía, y te repito, no entiendo tu interés. Era un pendejo.

25 de agosto, 10:00 a.m.
Pues me está costando trabajo recordarlo pero sí, ya sé a quién te refieres. Era poca cosa, además de pedante. Se presentó por aquí un día, pidiendo hablar conmigo. En ese año todavía no tenía el puesto que tengo actualmente, pero supongo que se acercó a mí porque estaba en Publicaciones. Yo estaba muy ocupado, ya sabes, tantas obligaciones del trabajo. No recuerdo la fecha exacta, pero quizá fue hace dos años. Yo dirigía un taller de jóvenes creadores, con paga directa de la universidad. Aclaro: siempre he estado en contra de los talleres, pues me parece que los únicos responsables de un dictamen son los mismos libros. Chingados, como si escribir se tratara de resolver  un examen. Pero eso lo pensaba nada más para mí. No es bueno andar pregonando esas ideas, y menos en este medio, te techan de inadaptado, antiprogresista en incluso anarquista. Volviendo a tu pregunta: en ese tiempo no era quién ahora es, pero seguramente deber ser el mismo imbécil que antes con todo y que le han publicado sus libros y hasta tú quieres hacer un documental sobre su vida. Te voy a contar poco, porque no tengo tiempo. El que ahora se hace llamar Amaral Cíntora, que, repito y lo sabes, pero lo hace para que no quede duda, es el mismo tipo que yo conocí, me planteó no sé qué teoría sobre la confusión del caos en Nietzsche y de cómo esta teoría puede influir en la literatura. La llamaba Teoría de la Confusión Múltiple. Todo un disparate, como podrás darte cuenta. El tipo estaba chalado, qué digo chalado: estaba fuera de sí. Decía que yo era el único escritor de la ciudad capaz de entenderlo, y por eso había acudido a mí. Bueno, yo había escrito ciertas cositas en tono metafísico (esa novelita, sabes, conocida como La existencia de Gisela), y, reconozco, tenía y tengo cierta reputación en este mundillo literario, este pequeño mundillo de esta pequeña ciudad sin importancia, esta ciudad vulgar, fea, avejentada, sucia. Permíteme una digresión. Sabrás también, y si no lo sabes te lo digo, que mis bisabuelos llegaron a esta ciudad hace más de cien años después de un purga que el príncipe polaco Svarowki hizo contra los intelectuales que intentaban desestabilizar su reinado tiránico. Mi bisabuelo era médico militar, además de judío, y participante activo de las reuniones en donde se planeaban certeros golpes contra el gobierno de Svarowki. Tuvo suerte que un buen amigo le avisara que habían descubierto algunos nombres que participaban en esas reuniones clandestinas, pero no figuraba el suyo, aunque era cuestión de tiempo en que lo relacionaran. Antes que su cabeza rodara por el suelo, y antes que sus hijas fueran entregadas a los mandos militares de Svarowki como regalo, antes que sus bienes fueran repartidos al mejor postor, mi bisabuelo abandonó Polonia y en un viaje de sesenta días por mar y tierra llegó a esta país y luego viajó más hasta encontrar en esta ciudad el lugar que no le hiciera olvidar a su fría Polonia. Como buen judío que soy, aunque en mi familia hace muchos años no se practican ninguno de los ritos que integran este intrincado mundo religioso de nuestro pueblo errante, y como buen intelectual más bien liberal que me considero, a mí Nietzsche no me va, y cómo iba a permitir que un tipejo como ese viniera a decirme que Nietzsche podía cambiar ni manera de narrar. Así lo dijo: Ustedes los judíos piensan que Nietzsche no vale la pena, pero debería acercarse un poco a su obra, mejoraría su manera de narrar. Lo despaché aprovechando una llamada urgente de mi jefe. Con enojo evidente, se marchó. Pero algo me decía que no sería fácil deshacerme de él. A los tres días regresó. Estaba muy pálido, sudaba, se notaba que estaba enfermo y no había dormido bien. Tuve que recibirlo, era evidente que necesitaba sentarse y tomar un vaso con agua. Lo invité a sentarse y le serví el agua. Encendí un cigarro y esperé que hablara. Esta vez no fue tan explícito. Le costó una eternidad articular su primera palabra. Me dijo, o eso entendí en su febril discurso, que tenía pensado escribir una novela de mil páginas sobre un día en la vida de Joyce, sí, el novelista irlandés James Joyce, especialmente el primer día en Zurich que Joyce empezó a escribir Ulises. O tal vez me dijo que tenía pensado escribir una novela de mil páginas sobre alguna de las borracheras que Joyce y Beckett cogían a cada rato. Disparates. Lo dejé hablar. Me entregó un calendario en con las fechas de redacción de cada capítulo, además de un breve resumen del contenido de los capítulos. Lo bueno vino después. Si tenía pensado escribir una novela de tal envergadura y en el tiempo que ya tenía planeado, ¿quién era yo para impedírselo? Además, se veía tan convencido, tan seguro de la importancia de la obra, que cualquier argumento de mi parte hubiera resultado en vano. Sólo algo me inquietaba: qué esperaba de mí. Yo en ese momento era un simple tallerista que había ganado un premio de novela de renombre, pero qué podía hacer por él. Quizá recomendarlo. Mediar por él para una beca, aunque eso no dependía de mí. ¿Pero por qué no esperar hasta terminar el libro? Su petición me dejó pasmado: quería dinero para poder irse a Europa y visitar Trieste y Zurich y Londres y Dublín y no sé cuántos lugares más. Háganme el favor. ¿Y en dónde piensas que conseguiré todo ese dinero que necesitas para que puedas hacer tu viaje?, le pregunté. Tú puedes prestármelo y luego, una vez publicado el libro, te lo pagaré, fue su respuesta. Lo mandé a la chingada, literalmente.


1 de septiembre, 10:30 a. m.
Créeme que no tengo mucho tiempo. Dentro de dos horas voy a presidir un examen profesional y necesito revisar algunos puntos. Te salva que ya habíamos agendado la cita. En fin, tu interés me asombra, pero esas son cosas tuyas y no tengo por qué meterme, tus razones tendrás. Es una historia corta, y no me llevará de diez minutos en contártela. Lo primero que tengo que decirte es que no fue un alumno destacado pero tampoco un papanatas. Era, como decirte, camaleónico: un día llegaba dispuesto a comerse la clase con sus sarcasmos mal intencionados y otro día parecía un espectro: se amodorraba en su silla y no hablaba ni para reparar en su asistencia. Yo reporté su caso al consejo académico, pero nada pudieron hacer. Supe, por comentarios de otros profesores, que había estudiado unos semestres en la facultad de arquitectura, pero la abandonó para estudiar literatura. Un tipo raro, es cierto. Fumaba como desesperado y no dejaba de murmurar un estribillo jocoso. Al principio le tomé importancia, pero luego de pensármelo bien, lo ignoré por completo. Cumplía con sus obligaciones escolares y eso me bastaba. Sus ensayos no eran excelentes, pero tampoco malos. Y lo que más me llamaba la atención era su terquedad: si yo encargaba Lope, Góngora y Quevedo, él insistía en Mayakovski, Eliot y Breton. Es cierto: eso hubiera bastado para reprobarlo, pero por alguna maldita razón nunca me atreví a hacerlo. Con esos tipos tan raros es mejor no meterse. El semestre terminó y le di una calificación regular que pareció no importarle en lo más mínimo porque no se presentó la última semana. Ese mismo año me dieron mi sabático y dejé la universidad y la maldita ciudad para pasar unas merecidas vacaciones en un pueblito del Estado de México al lado de un enorme lago  donde la familia de mi esposa tenía una especie de chalet. Tenía pensado aprovechar mi sabático para escribir una novela de corte policial –un género que me gusta-, pero bueno, el lugar era tan maravilloso y había tantas cosas que ver que cuando por fin decidí empezar con mi novela al sabático le quedaban sólo dos meses y nuevamente me dediqué a planear mis clases de las materias que impartiría en ese semestre, y a arreglar el regreso de toda la familia, que no es cosa de dos días.

9 de septiembre, 4:30 p. m.
Puedo reconstruir esta historia por medio de la persistencia de la memoria, sí, como el nombre del cuadro de Dalí. Cíntora, que en ese tiempo no se llama Cíntora sino Teodosio o Euclides o algo así,  no sé, siempre he tenido aversión por los nombres raros, venía cada mañana a pedirme consejos de literatura a mi oficina, que si esa nueva publicación en España, que si un libro inédito de Robert Walser, en fin, sobre cualquier bagatela. ¿Cómo los conseguía? Qué sé yo, supongo que era un tipo informado o simplemente le gustaba mantenerse informado de cualquier novedad editorial. Creo que nadie en el departamento de literatura lo tomaba en serio, en particular Chacona, quien lo odiaba de veras y más cuando, nos contó, le pidió dinero para irse a un viaje de estudio por Europa. En ese año yo preparaba mi tesis doctoral, aquél textito sobre la poética de Octavio Paz, y no tenía tiempo para nada. Yo no odiaba a Cíntora, incluso no me causaba la aversión que causaba en otros colegas, pero no podía tenerlo ahí parado, cigarro en mano, todos los días frente al ventanal de mi oficina como una sombra que no me dejaba en respirar. Entre el trabajo, la escuela y mi tesis, se iba todo el día. Cosa rara: noté su particular interés por la obra de Faulkner. Algo curioso: cada vez menos jóvenes se interesan por la obra de Faulkner, es más, cada vez menos jóvenes se interesan por cualquier obra, y prefieren agotar sus días y sus fuerzas y gastar sus neuronas con cualquier pantalla, con cualquier cosa que impida un mínimo y un máximo de razonamiento, de interpretación, de crítica. Leía todo el día a Faulkner, eso decía, porque era su escritor favorito en esos días, aunque, dijo, o eso entendí, que cada lector debería tener su biblioteca ideal y no debería abandonarla nunca. ¿Qué es eso de la biblioteca ideal? Una serie de libros a los cuales uno recurre todo el tiempo, incluso si nos salimos de ese margen imaginario, podemos regresar a él en todo momento. Tenía Cíntora una lista más bien extensa de autores a los que recurría. No sé si escribía, pero era un lector mediano de literatura muy popular en ese tiempo, novelistas de moda, autores que escribían novelas/ensayos o ensayos/novelas o metaficción o tópicos de ese tipo. Dejó de venir a mi oficina una mañana en que le dije que otra vez no, que no podía atenderlo, que no me interesaban sus revistas españolas ni sus traducciones baratas ni sus autores sacados de cuentos de Kafka. No volvió. Y eso estuvo bien.

2 de octubre, 9:00 p.m.  
Si todos suponen que para él es fácil escribir todo lo que escribe pues están equivocados. Para una persona con talento reducido, como él, no tuvo otra opción que dedicarse cada minuto del día a escribir, aunque luego haya hecho lo que sabemos que hizo. Déjame decirte algo. No tiene nada que ver con Cíntora, aunque, si lo ves más a fondo, tiene todo que ver con él. Es una historia que repito todo el tiempo porque, como sabrás, no tengo ya nada más que contar. Hace años que no escribo nada, y ahora, no me apena decirlo, vivo del recuerdo y de no dejarme llevar por cierta locura que no pocas veces me ha tentado a pensar en un desenlace más funesto. Es una historia que he perfeccionado porque de tanto repetirla quizá sea verdad. Una saga familiar como cualquier otra, muy faulkneriana, muy shakesperiana, si quieres, muy trágica a veces. Yo no conocía a mi abuelo ni a mi madre. Él murió muy joven luego de que su jovencísima mujer diera a luz a su primogénita, mi madre. Mi abuelo era un tipo tranquilo. Trabajaba de sol a sol en una parcela que rentaba a un ejidatario riquísimo, al que pagaba una renta mensual fuera del precio real.









lunes, 1 de junio de 2015

EL GRAFÓLOGO
Hay que procurar escribir sobre cosas que no tienen importancia. Cosas del tipo: “Las opiniones de mi peluquero sobre la política”, “La insoportable levedad del ser dicho por una vendedora de productos  cosméticos”,  “El zapato que nunca llegó a usar el zapatero”, o, en un plan más cotorro, “La novela realista mexicana como punto de partida de la novela de la Revolución”. Cosas que no valen la pena porque por sí mismas encuentran en su naturaleza banal el germen de su opacidad. Un ejemplo, entre muchos. Joseph Tardewski fue un grafólogo polaco que durante la segunda Guerra Mundial trabajó para los nazis. Nadie, en la historia europea contemporánea, tenía el talento de Tardewski para encontrar, en los trazos de las letras,  las intenciones más ocultas, a veces sin que de manera consciente el autor de la caligrafía se percatara de lo que decía entre letras. Tardewski descifró para su jefe inmediato, el doctor Hölderlin, herrkomandant de la Agencia de Asuntos Raciales, dependiente de la Oficina de Asuntos Políticos del Reich, más de tres mil documentos cifrados de militares, políticos, intelectuales, científicos, que, según creían, ponían en riesgo la estabilidad del Reich. Su especialidad eran las cartas, pero para Tardewski no había letra que no importara, ni forma que no estuviera finamente engranada a la psique del sustentante. Abogado frustrado, lector de novelas policiales,  aficionado al cine, pero sobre todo escribano para una firma de abogados de Cracovia, durante los años de guerra trabajó en una pequeña oficina al norte de Berlín, donde le llegaban toda clase de escritos de las personas que deseaban averiguar sus intenciones secretas. Era capaz de determinar la raza de una persona sólo con analizar durante unos minutos su letra; cientos de judíos que se ocultaban de la persecución de las SS y, con ayuda de algunos funcionarios, habían conseguido documentos que los acreditaban como alemanes auténticos, fueron descubiertos y enviados a los campos de exterminio por el inapelable veredicto del “Bolígrafo Tardewski”, como era conocido entre los oficiales para los que trabajaba. Su trabajo más connotado fue el descubrir una de las conspiraciones para matar a Hitler en el invierno de 1941. Lo que sabemos de historia europea no es tan clara como en esos años de guerra. Hitler aprueba la Operación Barbarroja en junio de 1941, y para  más de tres cientos mil soldados alemanes cruzan las fronteras de Polonia, Rumania y Bulgaria y se internan en territorio ruso, al mando del general Friedrich Paulus.  La operación en un éxito los primeros meses: el avance contundente de los panzer y toda la artillería germana, arrasa a un debilitado ejército ruso, que retrocede hasta san Petersburgo y Moscú. En Berlín, Hitler celebra. Las bajas de su ejército son considerables, pero mínimas ante las devastación del ejército ruso y su millón de bajas, más otro millón de civiles que mueren por hambre, enfermedades y el fuego cruzado. Pero el invierno ruso se extiende más allá de lo que los alemanes estaban acostumbrados, y el avance de los Aliados por el frente accidental imposibilita mandar más soldados al frente oriental, y la carestía de municiones, medicinas, comida y ropa adecuada para mitigar en crudo invierno, son el detonante del fracaso alemán en territorio ruso. El inminente fracaso de la Operación Barbarroja, tiene  a Hitler al borde del colapso nervioso. Busca culpables en todos lados; acusa a sus generales de ineptos y al pueblo alemán de débil y conformista; lanza un decreto de reclutamiento obligatorio. Recurre a la astrología, al espiritismo y a la grafología para descubrir a los que según él conspiran contra el Reich. Algún oficial le comenta que trabaja para ellos el mejor grafólogo europeo. Hitler insiste en verlo inmediatamente. Por la tarde, Tardewski llega al búnker o “guarida del lobo” de Hitler y su Estado mayor. Hitler le pide, le exige, que haga una investigación exhaustiva para descubrir a los conspiradores. El grafólogo accede, pero necesita las firmas y algunos documentos de todos los oficiales de alto rango más cercanos al círculo del Fuhrer. Hitler acepta, e incluso entrega él mismo su firma y un manuscrito que tenía pensado leer en el aniversario de la fundación del partido nacionalsocialista. Tardewski pide unos días para analizar concienzudamente todos los documentos, y promete dar un veredicto a la brevedad. Tras días de análisis, Tardewski concluye algo que en sí mismo es posible pero que el sólo hecho mencionarlo podría llevarlo a la muerte: el único culpable de la debacle alemana en el propio Hitler, quien no siente compasión por el pueblo alemán y está endiosado con su figura y el papel que ésta juega en la historia alemana y europea. Hombre resentido, ególatra, consumado embaucador, el grafólogo descubre que la verdadera intención de Hitler es la aniquilación de la raza aria, por una asombrosa razón: Hitler es judío. Tardewski logra rastrear, en medio del discurso, la tipología semántica del judío promedio: tres o cuatro generaciones atrás, la familia de Hitler derivó en una rama judía, aunque es posible que pocos los supieran, y quizá el propio Hitler lo ignoraba. Además, el grafólogo descubrió que Hitler  era capaz de suicidarse en momentos de mucha presión. Con su cuaderno de notas en mano, Tardewski se presentó en la oficina del doctor Hölderlin. Pausadamente, explicó a su amigo y mentor sus conclusiones, exponiendo o desvelando intencionalidades de todos los generales y oficiales de alto rango que se habían sometido al escrutinio del experto. Ninguno, dentro de su círculo de incondicionales, lo había traicionado.  Si había algún traidor, no estaba en la guarida del lobo.

Se guardó la conclusión sobre el Fuhrer para el último momento. Hölderlin no se inmutó ante los resultados de Tardewski, pero le sugirió no mencionarlo ni por asomo. Le enseñó unos documentos que resumían una investigación que la oficina de Hölderlin había realizado a principios de 1938, en los que argumentaban que Adolf Hitler, efectivamente, tenía una veta familiar que descendía  de judíos emigrados a Austria de alguna parte de los Balcanes. Por seguridad, la charla debía quedarse ahí, en la oficina. Ambos funcionarios tenían un odio exacerbado por los judíos, pero su instinto de supervivencia era mayor. Tardewski no podía presentarse sin nada que entregarle a Hitler, así que decidió mencionar que entre los documentos había descubierto que la mayoría de los oficiales sometidos al análisis grafológico con ascendencia noble, odiaban a Hitler, el nacionalsocialismo,  las aspiraciones populares de los líderes nazis y todo lo que representaban. El expediente fue entregado personalmente a Hitler, razón suficiente para que hiciera una purga con varios de sus oficiales que tenían sangre noble. A la sazón, fueron ejecutados veinte oficiales que usaban el noble patronímico von.  A mediados de 1944, Tardewski fue detenido por un comando aliado, y encerrado de inmediato. Pero no pasó mucho tiempo en que sus servicios fueran requeridos, y la Oficina de Análisis Estratégicos, en Londres, lo reclutó. Durante el final de la Guerra, sirvió para los aliados, y ayudó a detectar innumerables documentos que tenía códigos cifrados. El pago por sus servicios fue el no presentarlo como criminal de Guerra ante los fiscales de Nuremberg. Vivió en Londres el resto de su vida, trabajando como asesor de Análisis de Conflictos para una modesta dependencia del gobierno inglés, hasta su jubilación en 1974. En 2001, luego de la muerte del grafólogo –vivió 95 años-, la viuda de Tardewski vendió los derechos de publicación de sus diarios y cuadernos de notas a una coleccionista de curiosidades nazis. El análisis de la firma de Hitler y de uno de sus discursos, y los resultados de éstos, fueron publicados por entregas por un diario berlinés. En los últimos años de su vida, Tardewski dedicó su tiempo a leer historia romana y pasear con sus nietos por los campos de Londres. Nunca purgó condena alguna por sus delitos, es más, la publicación de sus cuadernos de trabajo y el puntilloso estudio que dedicó a varios oficiales nazis –Göring y Himmler, los principales- y la manera cómo atinó en varios de sus perfiles, lo convirtieron en un héroe anónimo momentáneo, de los muchos que transitan por la terrible y trágica historia de esos años. La verdad histórica, siempre a la caza de estos tiranuelos de poca monta, lo puso en su lugar.
 

miércoles, 20 de mayo de 2015

BREVE HISTORIA DEL  LLANTO DEL CUERVO
Uno quiere pensar que los finales son otros, pero resulta que las cosas por la regular no cambian y todo termina de la misma forma que debe terminar. No hay azar, no hay moneda lanzada al aire, no hay caída libre: sucesos, series, enigmas, consecuencias. Edgar Allan Poe murió de una congestión alcohólica luego de ser arrastrado a votar por las casillas de las elecciones primarias del distrito de Baltimore. Hemingway se metió un escopetazo en su casa de Ketchum, Idaho. José Carlos Becerra murió en un accidente de auto en una carretera perdida de Brindisi, Italia. Michael Jordan metió la canasta que le dio la victoria a los Bulls de Chicago en las finales de 1997. W. G.  Sebald: otro muerto en accidente de auto. Amy Winehouse murió de sobredosis en su casa de Londres. Jimi Hendrix se ahogó en su propio vómito. Una larga inconsistencia, un dramatis personae.
I
            No era un buen guitarrista. Sólo hasta los 15 años había cogido por primera vez una guitarra. Sin embargo, el azar o como se llame lo puso en el camino correcto de dos músicos talentosos y con ellos formó una banda de rock –él no había escuchado rock jamás- y al lado de ellos emprendió una gira por ínfimos pueblos de traspatio carretero, bebiando más de la cuenta en moteles de mala muerte y bares de olores rancios. Los dos músicos talentosos sabían que él era un músico mediocre, pero pensaban –lógica irrenunciable- que la belleza salvaje del guitarrista de medio pelo sería un buen gancho para atraer mujeres. Además, pensaban, las letras de algunas de sus canciones no eran del todo malas, tenían algo de pegajoso, algo de chic, sin exagerar; pero ellos eran los talentosos en el grupo y podían darse el lujo de contratar a un guitarrista mediocre para luego desecharlo como papel higiénico. Los pueblos perdidos arrastraron borracheras, sexo en la camioneta desvencijada, fumarolas de cannabis elevándose hacia el cielo grisáceo que siempre, en esos días, amenazaba nevada. Los pueblos perdidos. La música, el rostro de los comensales habituados a las chaladas de los dueños que lo mismo les ponían un recital de poesía beat que la presentación de greñudos músicos de aliento inclasificable. El guitarrista mediocre alimentaba su tedio con largas sesiones de heroína; los dos músicos, ensayaban en donde podían, siempre acompañados de la novia de uno de ellos, una chica de cabellos color zanahoria y brazos tatuados y cuerpo delgadísimo, apunto de la inanición. A veces los dos músicos talentosos compartían a la chica. Ella se dejaba querer, en medio de esos titanes, encima de esas fuerzas de la naturaleza que pronto volcarían el cielo con sus voces vítreas.

             
 
LA TINTA SIN NOMBRE
I
En agosto de 2008, luego de hacer las últimas correcciones a su novela El rey pálido, David Foster Wallace se suicidó. Llevaba días encerrado en su estudio de Berkley, California, escribiendo y escuchando piezas de Bach. Ellen, su esposa, le llevaba de cuando en cuando aperitivos. Esa última tarde escribió una nota suicida de dos páginas, subió al cuarto de su esposa, destendió la cama, se durmió un rato, y más tarde se colgó de un árbol en el patio de su casa. Autor de una de las obras literarias más emblemáticas de los último años, escritor precoz, genio, Foster Wallace llevaba años luchando contra la esquizofrenia y la depresión. Su novela La broma infinita, es considerada como la obra más importante de la narrativa norteamericana de principios del siglo.
II
Se escribe para sobrevivir. El absurdo predomina. Se camina en círculos. Pensemos en la muerte de Kafka en el sanatorio de Kierling, las cartas que escribió a Felice Bauer, sus obras inconclusas. Pensemos en la muerte de Chéjov, tan bellamente narrada por Raymond Carver en esa obra maestra del cuento que es Tres rosas amarillas. Pensemos en los libros que nunca se leerán porque a estas alturas no interesan. Proyectos perdidos, páginas en blanco. Pensemos en historias simples, sin retoque, piezas de orfebrería de la imaginación.  Pensemos en que nunca seremos verdaderos escritores, porque, como decía Renato Leduc, no tenemos de la mosca la tenacidad. Leí en Sergio Pitol que Cyril Connoly decía que todo escritor debe aspirar a escribir una obra genial, de lo contrario es un mediocre. Somos imitadores, lectores, nuestros intentos de escritura son tan vagos, tan perecederos, que no merecen la pena publicarse. No queremos aduladores, gente que te palmeé al hombro y te diga no genial que somos. Nunca escribiremos en cuento como Funes, el memorioso o una novela como El arco iris de gravedad. ¿Por qué seguimos servilmente empeñados en escribir? De tanto escucharlo, muy en el fondo de nuestra vanidad, llegamos a creerlo alguna vez. Alguien nos lo dijo, tras un café. Alguien pensó que podría ser verdad.


III
Michel Huellebecq es un escritor francés de amplia trayectoria. En 2011 publicó la novela El mapa y el territorio en donde utilizó citas textuales extraídas de Wikipedia como sustento de la temática científica que manejaba en su novela. Los críticos destrozaron a Huellebecq, acusándolo de plagiar documentos que no son confiables y ofrecer una visión distorsionada a la veracidad científica.  El escritor se justificó afirmando que toda información de Wikipedia es pública, y por lo tanto no hay derechos de autor pues los artículos, en su mayoría, no aparecen con firma. En cualquier caso, Huellebecq vendió millones de ejemplares de su libro, y ahora es un escritor, además de famoso, rico. Las bondades de la mala crítica literaria.
IV
Durante la universidad, a Ricardo le auguraron un futuro promisorio en el mundillo de las letras. Alguien se lo dijo, y él lo creyó a pie juntillas. Muy joven publicó en revistas, antologías, en libros universitarios de jóvenes narradores; presentó ponencias en congresos literarios, y más de un docente le prometió conseguirle una beca para cursar un posgrado. Sus amigos lo adulaban, esperando extraer de él algún conato de sabiduría, el festín literario que sus mediocres mentes no podía acceder. Al final, Ricardo se agotó. Dejó la ciudad, mandó  a la verga a todos aquellos huele pedos, se instaló en una modesta ciudad de provincias lo más parecida a una ratonera, olvidó la literatura, casó una, dos veces, tuvo hijos, y consiguió un modesto empleo como funcionario público. De vez en cuando se entera de los logros de otros. Una beca por ahí, un doctorado por allá. Ricardo regresa a sus libros, el único refugio donde es realmente feliz y realmente infeliz, según sea el caso. Contradicciones de la vida. Piensa que todos tienen derecho a tomar sus propias decisiones, aunque la mediocridad estribe en alcanzar lo que todos aspiran: seguridad económica, estabilidad laboral. Se olvidan de lo más importante. Ricardo no puede evitar pensar en Kafka, que decía que sentía haber cometido un error fundamental en su vida, pero por más que daba vueltas a su caso, no encontraba cuál había sido ese error. Y Ricardo se ríe, ante la enésima copa de brandy.
V

Alguna vez vivió, estuvo entre los vivos, un joven que jugó a ser poeta-dios. Murió a los 39 años, pero dejó de escribir a los 21, dejando tras de sí un montón de poemas, un montón de buenos poemas tan fundamentales que la poesía actual sería incomprensible sin ellos. El poeta abandonó la escritura, y dedicó su vida a hacer dinero, lo que consiguió tras varias tropelías. Ante la página en blanco, el poeta prefirió el anonimato. No vivió lo suficiente para ver su propia inmortalidad.