The Pixies & David Fincher & Chuck Palaniuk & Edward Norton: ¿hay algo mejor en este mundo de mierda?
No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.
Richard Ford
Richard Ford
domingo, 28 de noviembre de 2010
sábado, 27 de noviembre de 2010
CESAR AIRA ENTRE NOSOTROS
La literatura de César Aira es inclasificable. Nacido en Coronel Pringles, Argentina, en 1949, Aira ha practicado varios géneros literarios, todos con un gran compromiso estético (o más bien sin compromiso estético: de ahí que sus experimentos literarios no puedan ser clasificados en género alguno) y con la convicción que la literatura sólo puede partir del caos. La rareza de los textos de Aira radica, como señaló algún crítico, en que sus textos están destinados a destruir la literatura. Sus textos no tienen trama (o cuando menos no la trama lineal que estamos acostumbrados) y (tal pareciera que son) especulaciones literarias. De ahí su grandeza. Seguidor de Blanchot, Aira sabe que la literatura parte de lo no expresado y, aunque en sus textos Aira exprese demasiado, lo expresado linda los territorios del caos, el desorden, la farsa, la burla, la picaresca posliteraria, la destrucción del canon (contradictoriamente: Aira se está conviertiendo en un canon viviente). En este sentido, como señala Vivian Abenshushan: "Aira no es un escritor sino un fenómeno, un síntoma, un vehículo de la disgregación contemporánea". En una de las novelas más orginales publicadas en nuestro idioma, El congreso de literatura, Aira juega la posibilidad de clonar al escritor latinoamericano vivo más influyente. Un científico loco decide que ese paladín literario no es otro que Carlos Fuentes. Fuentes, escritor per excellence, es seguido por un insecto-espía con el fin de obtener un poco de su ADN y poder formar un ejército de Carlos Fuentes que formen un estado sofocrático. Luego de un congreso de literatura en Venezuela, el insecto extrae equivocadamente muestras de la corbata de seda italiana de Fuentes. El resultado es desastroso: la muestra se mezcla con el ADN de los gusanos de seda y éstos comienzan a salirse del molde creando un ejército de gusanos gigantes que acaban con todo a su paso. Sólo la mente retorcida de Aira podría crear tal argumento. En respuesta a tal elogio (desde luego Fuentes entendió mal el mensaje: el elogio no es sino una finísima sátira: entre más Fuentes haya, entre más clones del nuestro eximio intelectual haya, Fuentes tiende a desaparecer, a difuminarse entre los otros, a carecer de importancia) Fuentes imaginó que en unos años la Academia Sueca se rendiría ante tal genio y otorgaría el Nobel a Aira (Nobel que, como sabemos añora el mismo Fuentes y que, habéndolo recibido ya Vargas LLosa, no lo recibirá en vida, porque hasta donde sé no entregan Nobel post mortem). Les entrego una muestra de la narrativa de Aira, un cuento que en lo personal valoro mucho y considero como uno de los cuentos más originales publicados en nuestra lengua. Un cuento entrañable en más de un sentido. Cécil Taylor apareció publicado en la antología Buenos Aires, publicado en 1991 por Juan Forn.
Cecil Taylor.
Amanecer en Manhattan. Con las primeras luces, muy inciertas, cruza las últimas calles una prostituta negra que vuelve a su cuarto después de una noche de trabajo. Despeinada, ojerosa, el frío de la hora transfigura su borrachera en una estúpida lucidez, un ajado apartamiento del mundo. No ha salido de su barrio habitual, por lo que no le queda mucho camino que recorrer. El paso es lento; podría estar retrocediendo; cualquier distracción podría disolver el tiempo en el espacio. Aunque en realidad desea dormir, en este punto ni siquiera lo recuerda. Hay muy poca gente afuera; los pocos que salen a esa hora (o los que no tienen de dónde salir) la conocen y por lo tanto no miran sus zapatos altísimos, violeta, su falda estrecha con su largo tajo, ni los ojos que de cualquier modo no mirarían otros, vidriosos o blandos. Se trata de una calle angosta, un número cualquiera de calle, con casas viejas. Después vienen dos cuadras de construcciones algo más modernas, pero en peores condiciones; comercios, vagos condominios de los que se desploma una escalera de incendios, una cornisa sucia. Pasando una esquina está el edificio donde duerme hasta la tarde, en una habitación alquilada que comparte con dos niños, sus hermanos. Pero antes, sucede algo: se ha formado un grupo de trasnochados; una media docena de hombres reunidos en la mitad de este callejón miran una vidriera. Siente curiosidad por estas turbias estatuas. Nada se mueve en ellos, ni siquiera el humo de un cigarrillo. A ella no le quedan cigarrillos. Avanza mirándolos, y como si fueran el punto que necesitaba para enganchar el hilo del cual sostenerse, su paso se vuelve algo más liviano, más suspendido. Cuando llega, los hombres tampoco la miran. Necesita unos instantes para comprender de qué se trata. Están frente a un negocio abandonado. Detrás de la vidriera sucia hay una penumbra, y en ellas cajas polvorientas y escombros. Pero además hay un gato, y frente a él, de espaldas al vidrio, una rata. Ambos animales se miran sin moverse, la caza ha llegado a su fin, y la víctima no tiene escape. El gato tensa con sublime parsimonia todos sus nervios. Los espectadores se han vuelto seres de piedra, ya no estatuas: planetas, el frío mismo del universo... La prostituta golpea la vidriera con la cartera, el gato se distrae una fracción de segundo y eso le basta a la rata para escaparse. Los hombres despiertan de la contemplación, miran con disgusto a la negra cómplice, un borracho la escupe, dos la siguen... antes de que termine de desvanecerse la oscuridad tiene lugar algún hecho de violencia. Después de un cuento viene otro. Vértigo. Vértigos retrospectivos. Se necesitaría un término cualquiera de la serie para que el siguiente la hiciera interminable. El vértigo produce angustia. La angustia paraliza... y nos evita el peligro que justificaría el vértigo; acercarse al borde, por ejemplo, a la falla profunda que separa un término de otro. La parálisis es el arte en el artista, que ve sucederse los acontecimientos. La noche se termina, el día hace lo mismo: hay algo embarazoso en el trabajo en curso. Los crepúsculos opuestos caen como fichas en una ranura de hielo. Ojos que se cierran definitivamente, siempre y en todo lugar. Paz. Con todo, existe, y más perceptible de lo que podríamos desear, un movimiento descontrolado, que produce angustia en los otros y provee el modelo de la angustia imposible propia. También se lo llama arte. El arte es una multiplicación: estilos, bibliotecas, metáforas, querellas, el cuadro y su crítico, la novela y su época... Hay que aceptarlo como la existencia de los insectos. Hay restos por todas partes. Pero la vida, ya se sabe, «es una sola». De lo que resulta que la biografía de un artista es imposible; hay modos de probar que lo es: esos modos se confunden en la posibilidad de la biografía, con lo que vuelve a nacer la literatura, y la situación insoportable se instala en el pensamiento, el operador se inquieta y ya no ve la sucesión de escrúpulos sino una proliferación de modelos difíciles de aplicar. La biografía como género literario deriva de la hagiografía; pero los santos lo son, lo fueron, justamente por renunciar a los beneficios biográficos, recogen apenas los restos desechables. Por otro lado, las hagiografías nunca están solas, siempre forman parte de una especie de colección. La biografía tendería a lo contrario, aunque el resultado sea exactamente el mismo. ¿Quién se jactaría de saber lo que es un resto, y de poder diferenciarlo de lo contrario? Nadie que escriba, por lo menos. Tomemos las biografías de artistas. Vienen inmejorablemente al caso. Los niños leen las vidas de los músicos célebres, que siempre fueron niños músicos; luego, se trata de una success story, el relato de un triunfo, con su estrategia espectacular o secreta, sus venganzas, su transparencia de lágrimas de dinosaurio. Son mecanismos sutiles, dentro de su esencial idiotez, que no permanecen mucho en la memoria (salvo algún detalle) pero no por eso la deforman menos: le injertan grandes toboganes irisados, conformando un panorama tan pintoresco que la víctima se cree un Proust, lo que de por sí es un bonito falso triunfo en la vida. Imposible no desconfiar de esos libros, sobre todo si han sido el alimento primordial de nuestras puerilidades pasadas y por venir. «Antes» estaba el éxito futuro, «después» estaban sus recompensas deliciosas, tanto más deliciosas por haber sido objeto de puntualísimas profecías. Los malos augurios tienen el nacarado de una perfección; los buenos, levantan el mundo en las manos y se lo ofrecen a los astros. La Reina de la Noche, en una palabra, canta de día. Examinemos un caso más cercano. El de un gran músico de nuestro tiempo, cualquiera de ellos (son tantos). Cecil Taylor. Bien podría decirse de él que es el músico más grande del siglo.
Engendrado en cuerpo y alma en una música de tipo popular, el jazz, desde el principio su vigor en la renovación lo hizo universal, quizás el único genio que pudo ir más allá de Debussy: el que pudo consumar la música como torsión sexual de la materia, el atomista fluido de todos los sentidos y sinsentidos que constituyen el juego del pensamiento en el mundo. Y no dejó de ser el mejor representante de la ciudad del jazz; de hecho él es Nueva York, la sobreimpresión del perfil de los grandes edificios en la imagen del pianista concentrado, con la música como enlace. ¿Qué otra cosa es el realismo? Una época en la que cierta gente ha vivido. El jazz, una brisa eterna. La ciudad miniaturizada, en un diamante. Es Egipto, pero también una pequeña tribu que acecha. Nuestra civilización antropológica produce (o podría producir, con un arte adecuado de la narración) historias en las que, digamos, dos negros desnudos se hacen la guerra en una selva, se persiguen con los signos más sutiles, el azar, la movilidad pura. Y el jazz. Una acción de sueños: situaciones. Todo es situaciones, éxtasis novelesco (ya no de conceptos). Según la leyenda, Cecil realizó la primera grabación atonal del jazz, en 1956, dos semanas antes de que independientemente lo hiciera Sun Ra. (¿O fue al revés?) No se conocían entre sí, ni conocían a Ornette Coleman, que trabajaba en lo mismo al otro lado del país. Por supuesto, la historia registra los momentos sin darles un valor per se, ya que todos ellos (y Eric Dolphy, Albert Ayler, Coltrane, quién sabe cuántos más) demostraron su genio de modo fehaciente en el transcurso de las décadas que siguieron. De todos modos, la Historia tiene su importancia, porque nos permite interrumpir el tiempo. En realidad, lo que se interrumpe con el procedimiento son las series; más precisamente, la serie infinita; cualidad esta última que anula toda importancia que pudiera tener la interrupción. La vuelve frívola, redundante, liviana, como una tosecita en un funeral. En este punto se produce la segunda ruptura, y lo que era nada más que pensamiento gira de pronto mostrando una cara imprevista: la Necesidad se alza, patente, soberana, imprescriptible -y a la vez microscópica, voluble, estúpida, neutra. La interrupción es necesaria, pero es la necesidad de un momento. De lo necesario ampliado nace la «atmósfera», ella sí esencial en el peso específico de una historia. Nunca se encarecerá lo bastante la importancia de la atmósfera en literatura. Es la idea que nos permite trabajar con fuerzas libres, sin funciones, con movimientos en un espacio que al fin deja de ser éste o aquél, un espacio que logra deshacer las entidades del escritor y lo escrito, el gran túnel múltiple a pleno sol... Pues bien, la atmósfera es la condición tridimensional del regionalismo, y el medio de la música. La música no interrumpe el tiempo. Todo lo contrario. 1956. Empecemos de nuevo. Para ese entonces Cecil Taylor, un genial músico negro de poco más de treinta años, prodigioso pianista y sutil estudioso de la avant-garde musical del siglo, había consolidado su estilo, es decir su invención. Excepto un par de jazzmen cercanos a su trabajo, nadie podía hacerse la menor idea de lo que estaba realizando. ¿Cómo se la habrían hecho? Su originalidad estaba en la transmutación del piano, que de instrumento pasó a ser en sus manos un método composicional libre, instantáneo. Los llamados «racimos tonales» con los que se desarrollaba su escritura momentánea ya habían sido utilizados anteriormente por un músico, Henry Cowell, aunque Cecil llevó el procedimiento a un punto en el que, por sus complicaciones armónicas, y sobre todo por la sistematización de la corriente sonora atonal en flujos tonales, no podía compararse con nada existente. Supongamos que vivía (es el tipo de datos de que nos proveen las biografías) en un ruinoso departamento del East End de Manhattan. Ratones, de los que aman los norteamericanos, una cantidad indefinida y constante de cucarachas, la embotada promiscuidad de una vieja casa con escaleras estrechas, son el panorama original. La atmósfera. Lo innecesario. En su cuarto había un piano que no siempre podía hacer afinar por falta de los catorce dólares necesarios, y era un mueble ya casi póstumo. Dormía allí por la mañana y parte de la tarde, y salía al anochecer. Trabajaba de lavacopas en un bar. Ya había grabado un disco (In transition) y esperaba algunos trabajos temporarios en bares con piano. Por supuesto, sabía que era preciso descartar la idea de un reconocimiento súbito, y hasta de un triunfo gradual, a la manera de círculos concéntricos; no era tan ingenuo. Pero sí esperaba, y tenía todo el derecho a hacerlo, que tarde o temprano su talento llegaría a ser celebrado. (Aquí hay una verdad y un error: es cierto que hoy se lo aprecia en todo el mundo, y quienes hemos escuchado sus discos durante años con amor y una admiración sin límites seríamos los últimos en ponerlo en duda; pero también hay un error, un error de tipo lógico, y esta historia intentará mostrar, sin énfasis, la propiedad del error. Claro que nada confirma la necesidad de esta historia, que no es más que un capricho literario. Sucede que una vez imaginada, se vuelve en cierto modo necesaria. La historia de la prostituta que espantó a la rata no es necesaria tampoco, lo que no quiere decir que la gran serie virtual de las historias sea innecesaria en su conjunto; y sin embargo lo es. La de Cecil Taylor es una vieja fábula: le conviene el modo de la aplicación. La atmósfera no es necesaria... ¿Pero cómo oír la música fuera de una atmósfera?) El bar con piano en cuestión resultó ser un local al que acudían músicos y drogadictos. El artista se predispuso a una acogida fluctuante entre la indiferencia y el interés; descartaba el escándalo, en ese ambiente. Se predispuso a que la indiferencia fuera el plano, y el interés el punto: el plano podía cubrir el mundo como un toldo de papel, el interés era puntual y real como un «buenos días» entre peces. Se preparaba para la incongruencia inherente a las grandes geometrías. El azar de la concurrencia podía proveerlo de un atisbo de atención: nadie sabe lo que crece de noche (él tocaría después de las doce, al día siguiente en realidad), y lo que uno hace nunca pasa totalmente inadvertido. Pero esta vez pasó. Para su gran sorpresa, la oportunidad se reveló precisamente «nunca». Escarnio invisible licuado en risitas inaudibles. Así transcurrió la velada, y el patrón canceló la segunda presentación para la próxima noche, aunque no la había pagado. Por supuesto, Cecil no discutió con él su música. No vio la utilidad. Se limitó a volver con los ratones. Dos meses más tarde, su distraída rutina de trabajo (ya no era lavacopas sino empleado en una estación de servicio) fue realzada una vez más por un contrato verbal para actuar en un bar, una sola noche esta vez, y a mitad de la semana. El bar se parecía al anterior, aunque quizá fuera algo peor, y la concurrencia no difería; incluso era posible que algunos de los que habían estado presentes aquella noche se repitieran aquí. Eso llegó a pensar, el muy iluso. Su música sonó en los oídos de una decena y media de músicos, drogadictos y alcohólicos, quizá hasta en las bellas orejitas negras, con su pimpollo de oro, de una mujer vestida de raso: una mantenida, por la heroína. No hubo aplausos, alguien se rió pesadamente (de otra cosa, con toda seguridad) y el dueño del bar no se molestó siquiera en decirle buenas noches, ¿Por qué iba a hacerlo? Hay momentos así, en que la música queda sin comentarios. Se prometió, sin motivo, venir en otra oportunidad al bar (alguna vez lo había frecuentado, como oyente) para imaginarse a sus anchas la posición del ser humano ante la música: el pianista consumado, la sucesión de viejas melodías, lentas y espaciadas. No lo hizo nunca, por creer que no valía la pena. Se consideraba una persona desprovista de imaginación. Transcurrida una semana, la representación de este fracaso se fundió con la del anterior, y eso le produjo una cierta extrañeza. ¿Se trataría de una repetición? No había motivos para creerlo, y sin embargo la realidad se mostraba así de simple. Un día se encontró en la calle con un ex condiscípulo de la Advanced School of Music de Boston, un neoclasicista. Cecil se mofaba en secreto de Stravinsky ?todos los negros desprecian a los rusos, eso es un hecho?. Un par de frases, y el otro quedó vagamente impresionado por el tono sibilino de la voz de su conocido, el susurro, el gorro de lana. (Si en lugar de ser una nulidad, el ex condiscípulo hubiera llegado a algo, habría anotado el hecho en su autobiografía, muchísimos años después.). Tres meses más tarde, una conversación de madrugada en una mesa de Village Vanguard resultó en un ofrecimiento para presentarse allí una noche, como complemento a un grupo renombrado. Abandonó su empleo en la estación de servicio y trabajó diez horas diarias en su piano (se había mudado a un cuarto en una vieja casa de proxenetas en Bleeker Street) durante la semana que lo separaba de su presentación. Al V.V. asistía la flor y nata del mundillo del jazz. Estaba persuadido de que en ese momento se formaría el primer círculo, así fuera pequeño como un punto, del que se irradiaría la comprensión de su actividad musical, y en consecuencia esta actividad misma. Llegó la noche en cuestión, entró a la tarima donde estaba el piano cuando se lo pidieron, y atacó... No hubo más que unos aplausos condescendientes: «al menos sudó». Esto lo desconcertaba. En la parte posterior del escenario había algunos músicos que desviaron la mirada con una sonrisita de monos. Fue a sentarse a la mesa donde estaban sus conocidos, que hablaban de otra cosa. Uno le tomó el codo e inclinándose hacia él sacudió lentamente la cabeza hacia la derecha y la izquierda. Con una gran carcajada, alguien prorrumpió en un «Después de todo, ya terminó». El crítico de jazz más prominente de la época estaba sentado unas mesas más allá. El que había sacudido la cabeza fue a conversar con él y regresó con este mensaje: -Sinhué -así lo llamaban al crítico entre ellos- hizo un silogismo claro como un cielo sin nubes: el jazz es una forma de música, por tanto es una parte de la música. Como lo hace nuestro buen Cecil no es música, tampoco puede aspirar a la categoría de jazz. Según él, según lo que entiendo yo, que soy un autodidacta, no se puede avanzar hacia el jazz sino desde el embudo de lo general, es decir no habría particularidades que puedan relacionarse por analogía con el jazz. No intentó ninguna refutación. Evidentemente ese imbécil no sabía nada de música, lo que no podía sorprenderlo. El, por su parte, no entendía una palabra de sus razones, o mejor dicho de la convicción que apoyaba sus razones. Esperó alelado que alguno de los músicos que vio por ahí le hiciera saber algo. Pero no fue así. De hecho, no podía estar seguro de que hubiera ningún músico de los que creía haber visto, porque era muy miope y usaba unos anteojos oscuros que con la escasa luz del salón obnubilaban todo reconocimiento. Pero, cuando volvió a pensar en la situación en los días subsiguientes, comprendió que de nadie debía esperar menos reconocimiento explícito que de sus colegas. ¿Se vería obligado a escuchar infinitamente la música ajena hasta reconocer una nota, un pequeño solfeo amistoso, un «Hi» como los que se cruzaban cuando volvían del baño después de una dosis? No había hecho otra cosa en su vida, y amaba el jazz. Pasaron varias semanas. Trabajó haciendo la limpieza en un banco, de sereno en un edificio de oficinas y en un estacionamiento. Una noche le presentaron a alguien que tomó su dirección por el más fútil de los motivos: la señora Vanderbilt contrataba pianistas para sus tés. Efectivamente, fue llamado a los pocos días: al parecer sus credenciales de estudio habían sido investigadas y aprobadas. Fue a las seis de la tarde a la mansión de Long Island y tomó una taza de café con los criados, que al parecer se hacían una idea extraña de su trabajo. Un valet vino a anunciarle que podía empezar su interpretación. Se ubicó frente a un perfecto Steinway entreabierto, en una sala donde una elegante cantidad de personas de ambos sexos bebían y conversaban. Su actuación duró escasos veinte segundos pues la señora Vanderbilt en persona, en un rasgo que los entendidos calificaron de esnob, se acercó (lo esnob del asunto estuvo en que no mandó al valet a hacerlo) y con toda lentitud cerró la tapa del piano sobre las teclas. Cecil ya había apartado las manos. -Prescindiremos de su compañía -le dijo haciendo tintinear las perlas. No es tan difícil como se cree, hacer tintinear perlas. Los invitados aplaudieron a Gloria. -Debí suponer que pasaría algo así -le decía Cecil a su amante esa noche?. Pero también debí suponer que la extrañeza misma, en lugar de atravesar la coraza de ignorancia de esa gente, sirviera como una vaselina para que la impenetrabilidad de la coraza girara sobre sí misma y se volviera inútil. Mi música tiene muchos aspectos, y yo sólo conozco los musicales. La vida está llena de sorpresas. En la primavera tuvo un nuevo contrato, esta vez por una semana entera, en un bar cuyas características más visibles eran las ráfagas de importancia nula que se le confería a la música que sonaba en él. Viejas negras, ex esclavas, debían de tocar allí de madrugada, sus pianos apolillados. El dueño estaba ocupado exclusivamente por el tráfico de heroína, y era algún mozo el que apalabraba a los pianistas. Cecil tocaría a la medianoche, durante dos horas. La gente entraba y salía, no podía confiarse en que nadie, entre una compra y una venta, o entre la adquisición y el uso, tuviera el ánimo lo bastante despejado como para apreciar una forma genuinamente novedosa de música. Con esa composición de lugar se sentó al piano. Habrían transcurrido dos o tres minutos de su ejecución cuando se le acercó por atrás el dueño del bar, agitando la mano en la que no sostenía el cigarrillo. -Shh, shh -le dijo cuando estuvo a su lado-. Preferiría que no siguieras, hijo. Cecil retiró las manos del teclado. Algunos parroquianos aplaudieron riéndose. Subió una señora negra que comenzó a tocar Body & Soul. El dueño le tendió un billete de diez dólares al demudado músico, pero cuando éste lo iba a tomar retiró la mano:
- ¿No habrás querido tomarnos el pelo? Era un individuo peligroso. Pesaría noventa kilos, es decir cincuenta más que Cecil, que se marchó sin esperar más reprimendas. Cecil era una especie de duende, elegante pese a su miseria, siempre en terciopelo y cueros blancos, zapatos en punta como correspondía a su cuerpecito pequeño, musculoso. Podía llegar a perder dos kilos en una tarde de improvisaciones en su viejo piano. Extraordinariamente distraído, liviano, volátil, cuando se sentaba y cruzaba las piernas (pantalones anchos, camisa inmaculada, chaleco tejido) era redundante como un bibelot; lo mismo cuando encendía un cigarrillo, o sea casi todo el tiempo. El humo era el bosque en el que este duende tenía su morada, a la sombra de una telaraña húmeda. Esa noche caminó por las profundas calles del sur de la isla, pensando. Había algo curioso: la actitud del difuso irlandés que vendía heroína no difería gran cosa de la que había mostrado poco antes la señora Vanderbilt. Pero ambos personajes no se parecían en nada. Salvo en esto. ¿Pasaría por ahí, por el acto de interrumpirlo, el común denominador de la especie humana? Por otra parte, en las últimas palabras del sujeto encontraba algo más, algo que ahora reconstruía en el recuerdo de todas sus desdichadas presentaciones. Siempre le preguntaban si lo hacía en broma o no. Claro que la señora Vanderbilt, por ejemplo, no se había rebajado a preguntárselo, pero en general había supuesto la existencia de la pregunta; más aún, diríase que su indignación no se había debido más que a la insolencia de hacerle necesario ponerse en actitud de proferir, explícita o tácitamente, tal pregunta a un negro. Ella había dicho «No lo sé, ni me importa». Pero en cierto modo había mostrado que le importaba. Cecil se preguntó por qué era posible preguntarle eso a él, y la misma pregunta no era pertinente respecto de lo demás. Por ejemplo él jamás le habría preguntado a la señora V. si hacía lo que hacía (fuera esto lo que fuera) en serio o en broma. Lo mismo al dueño del bar de esta noche. Había algo inherente a su trabajo que provocaba la interrogación. La señora Vanderbilt, por otro lado, participaba de una famosa anécdota, que citaban casi todos los libros de psicología escritos en los últimos años. En cierta ocasión había querido amenizar una cena con música de violín. Preguntó quién era el mejor violinista del mundo: ¿qué menos podía pagar, ella? Fritz Kreisler, le dijeron. Lo llamó por teléfono. No doy conciertos privados, dijo él: mis honorarios son demasiado altos. Eso no es problema, respondió la señora: ¿cuánto? Diez mil dólares. De acuerdo, lo espero esta noche. Pero hay un detalle más, señor Kreisler: usted cenará en la cocina con la servidumbre, y no deberá alternar con mis invitados. En ese caso, dijo él, mis honorarios son otros. Ningún problema; ¿cuánto? Dos mil dólares, respondió el violinista. Los conductistas amaban ese cuento, y lo seguirían amando toda su vida, contándoselo incansablemente entre ellos y transcribiéndolo en sus libros y artículos... Pero la anécdota de él, de Cecil, ¿la amaría alguien, la contaría alguien? ¿No tenían que triunfar también las anécdotas, para que las repitiera alguien?
Ese verano fue invitado, junto con una legión de músicos, a participar en el festival de Newport, que dedicaría un par de jornadas, por la tarde, a presentar artistas nuevos. Cecil reflexionó: su música, esencialmente novedosa, resultaría un desafío en ese marco. Por primera vez se haría oír en un concierto, no en el desagradable ambiente distraído de los bares (aunque todos los grandes músicos de jazz habían triunfado en los bares). Pues bien, llegado el momento, su presentación tuvo lugar en un clima de la mayor frialdad. No hubo aplausos, y los pocos críticos presentes se retiraron al pasillo a fumar un cigarrillo a la espera del número siguiente. En unas pocas crónicas se lo mencionó, pero sólo como una extravagancia. «No es música», decían, lacónicos, los entendidos. Mientras que los demás se preguntaban si habría sido una broma. El cronista de Down Beat proponía la cuestión (bajo luz irónica, claro está) como una paradoja: si golpeamos al azar el teclado de un piano... En resumen, una reedición de la paradoja llamada «del cretense». La música, pensaba Cecil, no es paradojal, pero lo que me sucede a mí en cierta forma es una paradoja. Pero no hay paradojas del estilo, no puede haberlas. Eso es lo paradojal en mi caso.
En el curso de los meses que siguieron se presentó en una media docena de bares, siempre distintos ya que el resultado era idéntico en todos los casos, y hubo dos invitaciones: primero a una universidad, después a un ciclo de artistas de vanguardia en la Copper Union. En el primer caso Cecil fue con la esperanza fluctuante que resultó desperdiciada (la sala se vació a los pocos minutos de iniciada la actuación y el profesor que lo había invitado debió hacer un difícil malabarismo para justificarse, y lo odió desde entonces), pero al menos sirvió para que comprobara otro pequeño detalle. Un público selecto es un público esnob. El esnobismo es un secreto a voces que se calla. El público universitario no tenía motivos para «entender» la música; no digamos «apreciarla», porque eso no les concernía. Pero a su vez actuaba una presión (ellos mismos eran esa presión) para que sí la entendieran. La mentira encontraba su difícil atmósfera ideal, el malentendido podía quedarse a vivir para siempre en esas aulas. Un pequeño porcentaje de mentira, por pequeño que fuera, podía apuntalar la verdad indiscutible de lo real. ¿Quién nos asegura, al fin de cuentas, que realmente estamos vestidos en el sentido que importa, que los pantalones y las camisas y las corbatas no son obscenos? Pues bien, su actuación no produjo nada de eso. ¿Entonces el esnobismo no existía? Si era así, todo el edificio mental accesorio de Cecil se venía abajo. Ya no podría entender nunca al mundo. En la Cooper Union la experiencia resultó menos gratificante todavía. Los músicos vanguardistas que presentaban sus obras junto a él estaban en la posición ideal de determinar qué era música y qué no, ya que ellos mismos se encontraban precisamente en el borde interno de la música, en su área de ampliación sistemática. Pero tampoco aquí la posición ideal dio lugar al juicio correcto. De la obra del jazzman negro sólo pudieron decir dos cosas: que por el momento no era música(es decir, que no lo sería nunca) y que se les ocurriría casualmente la pregunta de si no estarían ante una especie de broma.
Cecil abandonó uno de sus empleos habituales y con algo de dinero ahorrado pasó los meses de invierno estudiando y componiendo. En la primavera surgió un contrato por unos días, en un bar de Brooklin, donde se repitió lo de siempre, lo de aquella primera noche. Cuando volvía a su casa en el tren, el movimiento, el paso de las estaciones inmóviles produjo en él un estado propicio al pensamiento. Entonces advirtió que la lógica de todo el asunto era perfectamente clara, y se preguntó por qué no lo había visto antes: en efecto, en todas las historias con que Hollywood le había lavado el cerebro siempre hay un músico al que al principio no aprecian y al final sí. Ahí estaba el error: en el paso del fracaso al triunfo, como si fueran el punto A y el punto B que une una línea. En realidad el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito. Supongamos, se decía Cecil en el vagón vacío a las tres de la mañana, que para llegar a ser reconocido deba actuar ante un público cuyo coeficiente de sensibilidad e inteligencia haya superado un umbral de X. Pues bien, si comienzo actuando, digamos, ante un público cuyo coeficiente sea de una centésima parte de X, después tendré que «pasar» por un público cuyo coeficiente sea de una quincuagésima parte de X, después por uno de una vigésima quinta parte de X... así ad infinitum.«De modo que mientras continúe la serie, siempre fracasaré, porque nunca tendré el público de la calidad mínima necesaria. ¡Es tan obvio!» Seis meses después fue contratado para tocar en un tugurio al que asistían turistas franceses. Se presentó poco antes de la medianoche. Sentado en el taburete, estiró las manos hacia las teclas, atacó con una serie de acordes... Unas risotadas sonaron sin énfasis. El mâitre le hacía señas de que bajara, con gesto alegre. ¿Habrían decidido ya que era una broma? No, estaban razonablemente disgustados. Subió de inmediato, para tapar el mal momento, un pianista negro de unos cuarenta años. A Cecil nadie le dirigió la palabra, pero de todas maneras esperó que le pagaran una parte de lo prometido (siempre lo hacían) y se quedó mirando y escuchando al pianista. Reconocía el estilo, algo de Monk, algo de Bud Powell. Lo emocionaba la música. Un pianista convencional, pensó, siempre estaba tratando con la música en su forma más general. Efectivamente, le dieron veinte dólares, con la condición de que nunca volviera a pedirles trabajo.
Amanecer en Manhattan. Con las primeras luces, muy inciertas, cruza las últimas calles una prostituta negra que vuelve a su cuarto después de una noche de trabajo. Despeinada, ojerosa, el frío de la hora transfigura su borrachera en una estúpida lucidez, un ajado apartamiento del mundo. No ha salido de su barrio habitual, por lo que no le queda mucho camino que recorrer. El paso es lento; podría estar retrocediendo; cualquier distracción podría disolver el tiempo en el espacio. Aunque en realidad desea dormir, en este punto ni siquiera lo recuerda. Hay muy poca gente afuera; los pocos que salen a esa hora (o los que no tienen de dónde salir) la conocen y por lo tanto no miran sus zapatos altísimos, violeta, su falda estrecha con su largo tajo, ni los ojos que de cualquier modo no mirarían otros, vidriosos o blandos. Se trata de una calle angosta, un número cualquiera de calle, con casas viejas. Después vienen dos cuadras de construcciones algo más modernas, pero en peores condiciones; comercios, vagos condominios de los que se desploma una escalera de incendios, una cornisa sucia. Pasando una esquina está el edificio donde duerme hasta la tarde, en una habitación alquilada que comparte con dos niños, sus hermanos. Pero antes, sucede algo: se ha formado un grupo de trasnochados; una media docena de hombres reunidos en la mitad de este callejón miran una vidriera. Siente curiosidad por estas turbias estatuas. Nada se mueve en ellos, ni siquiera el humo de un cigarrillo. A ella no le quedan cigarrillos. Avanza mirándolos, y como si fueran el punto que necesitaba para enganchar el hilo del cual sostenerse, su paso se vuelve algo más liviano, más suspendido. Cuando llega, los hombres tampoco la miran. Necesita unos instantes para comprender de qué se trata. Están frente a un negocio abandonado. Detrás de la vidriera sucia hay una penumbra, y en ellas cajas polvorientas y escombros. Pero además hay un gato, y frente a él, de espaldas al vidrio, una rata. Ambos animales se miran sin moverse, la caza ha llegado a su fin, y la víctima no tiene escape. El gato tensa con sublime parsimonia todos sus nervios. Los espectadores se han vuelto seres de piedra, ya no estatuas: planetas, el frío mismo del universo... La prostituta golpea la vidriera con la cartera, el gato se distrae una fracción de segundo y eso le basta a la rata para escaparse. Los hombres despiertan de la contemplación, miran con disgusto a la negra cómplice, un borracho la escupe, dos la siguen... antes de que termine de desvanecerse la oscuridad tiene lugar algún hecho de violencia. Después de un cuento viene otro. Vértigo. Vértigos retrospectivos. Se necesitaría un término cualquiera de la serie para que el siguiente la hiciera interminable. El vértigo produce angustia. La angustia paraliza... y nos evita el peligro que justificaría el vértigo; acercarse al borde, por ejemplo, a la falla profunda que separa un término de otro. La parálisis es el arte en el artista, que ve sucederse los acontecimientos. La noche se termina, el día hace lo mismo: hay algo embarazoso en el trabajo en curso. Los crepúsculos opuestos caen como fichas en una ranura de hielo. Ojos que se cierran definitivamente, siempre y en todo lugar. Paz. Con todo, existe, y más perceptible de lo que podríamos desear, un movimiento descontrolado, que produce angustia en los otros y provee el modelo de la angustia imposible propia. También se lo llama arte. El arte es una multiplicación: estilos, bibliotecas, metáforas, querellas, el cuadro y su crítico, la novela y su época... Hay que aceptarlo como la existencia de los insectos. Hay restos por todas partes. Pero la vida, ya se sabe, «es una sola». De lo que resulta que la biografía de un artista es imposible; hay modos de probar que lo es: esos modos se confunden en la posibilidad de la biografía, con lo que vuelve a nacer la literatura, y la situación insoportable se instala en el pensamiento, el operador se inquieta y ya no ve la sucesión de escrúpulos sino una proliferación de modelos difíciles de aplicar. La biografía como género literario deriva de la hagiografía; pero los santos lo son, lo fueron, justamente por renunciar a los beneficios biográficos, recogen apenas los restos desechables. Por otro lado, las hagiografías nunca están solas, siempre forman parte de una especie de colección. La biografía tendería a lo contrario, aunque el resultado sea exactamente el mismo. ¿Quién se jactaría de saber lo que es un resto, y de poder diferenciarlo de lo contrario? Nadie que escriba, por lo menos. Tomemos las biografías de artistas. Vienen inmejorablemente al caso. Los niños leen las vidas de los músicos célebres, que siempre fueron niños músicos; luego, se trata de una success story, el relato de un triunfo, con su estrategia espectacular o secreta, sus venganzas, su transparencia de lágrimas de dinosaurio. Son mecanismos sutiles, dentro de su esencial idiotez, que no permanecen mucho en la memoria (salvo algún detalle) pero no por eso la deforman menos: le injertan grandes toboganes irisados, conformando un panorama tan pintoresco que la víctima se cree un Proust, lo que de por sí es un bonito falso triunfo en la vida. Imposible no desconfiar de esos libros, sobre todo si han sido el alimento primordial de nuestras puerilidades pasadas y por venir. «Antes» estaba el éxito futuro, «después» estaban sus recompensas deliciosas, tanto más deliciosas por haber sido objeto de puntualísimas profecías. Los malos augurios tienen el nacarado de una perfección; los buenos, levantan el mundo en las manos y se lo ofrecen a los astros. La Reina de la Noche, en una palabra, canta de día. Examinemos un caso más cercano. El de un gran músico de nuestro tiempo, cualquiera de ellos (son tantos). Cecil Taylor. Bien podría decirse de él que es el músico más grande del siglo.
Engendrado en cuerpo y alma en una música de tipo popular, el jazz, desde el principio su vigor en la renovación lo hizo universal, quizás el único genio que pudo ir más allá de Debussy: el que pudo consumar la música como torsión sexual de la materia, el atomista fluido de todos los sentidos y sinsentidos que constituyen el juego del pensamiento en el mundo. Y no dejó de ser el mejor representante de la ciudad del jazz; de hecho él es Nueva York, la sobreimpresión del perfil de los grandes edificios en la imagen del pianista concentrado, con la música como enlace. ¿Qué otra cosa es el realismo? Una época en la que cierta gente ha vivido. El jazz, una brisa eterna. La ciudad miniaturizada, en un diamante. Es Egipto, pero también una pequeña tribu que acecha. Nuestra civilización antropológica produce (o podría producir, con un arte adecuado de la narración) historias en las que, digamos, dos negros desnudos se hacen la guerra en una selva, se persiguen con los signos más sutiles, el azar, la movilidad pura. Y el jazz. Una acción de sueños: situaciones. Todo es situaciones, éxtasis novelesco (ya no de conceptos). Según la leyenda, Cecil realizó la primera grabación atonal del jazz, en 1956, dos semanas antes de que independientemente lo hiciera Sun Ra. (¿O fue al revés?) No se conocían entre sí, ni conocían a Ornette Coleman, que trabajaba en lo mismo al otro lado del país. Por supuesto, la historia registra los momentos sin darles un valor per se, ya que todos ellos (y Eric Dolphy, Albert Ayler, Coltrane, quién sabe cuántos más) demostraron su genio de modo fehaciente en el transcurso de las décadas que siguieron. De todos modos, la Historia tiene su importancia, porque nos permite interrumpir el tiempo. En realidad, lo que se interrumpe con el procedimiento son las series; más precisamente, la serie infinita; cualidad esta última que anula toda importancia que pudiera tener la interrupción. La vuelve frívola, redundante, liviana, como una tosecita en un funeral. En este punto se produce la segunda ruptura, y lo que era nada más que pensamiento gira de pronto mostrando una cara imprevista: la Necesidad se alza, patente, soberana, imprescriptible -y a la vez microscópica, voluble, estúpida, neutra. La interrupción es necesaria, pero es la necesidad de un momento. De lo necesario ampliado nace la «atmósfera», ella sí esencial en el peso específico de una historia. Nunca se encarecerá lo bastante la importancia de la atmósfera en literatura. Es la idea que nos permite trabajar con fuerzas libres, sin funciones, con movimientos en un espacio que al fin deja de ser éste o aquél, un espacio que logra deshacer las entidades del escritor y lo escrito, el gran túnel múltiple a pleno sol... Pues bien, la atmósfera es la condición tridimensional del regionalismo, y el medio de la música. La música no interrumpe el tiempo. Todo lo contrario. 1956. Empecemos de nuevo. Para ese entonces Cecil Taylor, un genial músico negro de poco más de treinta años, prodigioso pianista y sutil estudioso de la avant-garde musical del siglo, había consolidado su estilo, es decir su invención. Excepto un par de jazzmen cercanos a su trabajo, nadie podía hacerse la menor idea de lo que estaba realizando. ¿Cómo se la habrían hecho? Su originalidad estaba en la transmutación del piano, que de instrumento pasó a ser en sus manos un método composicional libre, instantáneo. Los llamados «racimos tonales» con los que se desarrollaba su escritura momentánea ya habían sido utilizados anteriormente por un músico, Henry Cowell, aunque Cecil llevó el procedimiento a un punto en el que, por sus complicaciones armónicas, y sobre todo por la sistematización de la corriente sonora atonal en flujos tonales, no podía compararse con nada existente. Supongamos que vivía (es el tipo de datos de que nos proveen las biografías) en un ruinoso departamento del East End de Manhattan. Ratones, de los que aman los norteamericanos, una cantidad indefinida y constante de cucarachas, la embotada promiscuidad de una vieja casa con escaleras estrechas, son el panorama original. La atmósfera. Lo innecesario. En su cuarto había un piano que no siempre podía hacer afinar por falta de los catorce dólares necesarios, y era un mueble ya casi póstumo. Dormía allí por la mañana y parte de la tarde, y salía al anochecer. Trabajaba de lavacopas en un bar. Ya había grabado un disco (In transition) y esperaba algunos trabajos temporarios en bares con piano. Por supuesto, sabía que era preciso descartar la idea de un reconocimiento súbito, y hasta de un triunfo gradual, a la manera de círculos concéntricos; no era tan ingenuo. Pero sí esperaba, y tenía todo el derecho a hacerlo, que tarde o temprano su talento llegaría a ser celebrado. (Aquí hay una verdad y un error: es cierto que hoy se lo aprecia en todo el mundo, y quienes hemos escuchado sus discos durante años con amor y una admiración sin límites seríamos los últimos en ponerlo en duda; pero también hay un error, un error de tipo lógico, y esta historia intentará mostrar, sin énfasis, la propiedad del error. Claro que nada confirma la necesidad de esta historia, que no es más que un capricho literario. Sucede que una vez imaginada, se vuelve en cierto modo necesaria. La historia de la prostituta que espantó a la rata no es necesaria tampoco, lo que no quiere decir que la gran serie virtual de las historias sea innecesaria en su conjunto; y sin embargo lo es. La de Cecil Taylor es una vieja fábula: le conviene el modo de la aplicación. La atmósfera no es necesaria... ¿Pero cómo oír la música fuera de una atmósfera?) El bar con piano en cuestión resultó ser un local al que acudían músicos y drogadictos. El artista se predispuso a una acogida fluctuante entre la indiferencia y el interés; descartaba el escándalo, en ese ambiente. Se predispuso a que la indiferencia fuera el plano, y el interés el punto: el plano podía cubrir el mundo como un toldo de papel, el interés era puntual y real como un «buenos días» entre peces. Se preparaba para la incongruencia inherente a las grandes geometrías. El azar de la concurrencia podía proveerlo de un atisbo de atención: nadie sabe lo que crece de noche (él tocaría después de las doce, al día siguiente en realidad), y lo que uno hace nunca pasa totalmente inadvertido. Pero esta vez pasó. Para su gran sorpresa, la oportunidad se reveló precisamente «nunca». Escarnio invisible licuado en risitas inaudibles. Así transcurrió la velada, y el patrón canceló la segunda presentación para la próxima noche, aunque no la había pagado. Por supuesto, Cecil no discutió con él su música. No vio la utilidad. Se limitó a volver con los ratones. Dos meses más tarde, su distraída rutina de trabajo (ya no era lavacopas sino empleado en una estación de servicio) fue realzada una vez más por un contrato verbal para actuar en un bar, una sola noche esta vez, y a mitad de la semana. El bar se parecía al anterior, aunque quizá fuera algo peor, y la concurrencia no difería; incluso era posible que algunos de los que habían estado presentes aquella noche se repitieran aquí. Eso llegó a pensar, el muy iluso. Su música sonó en los oídos de una decena y media de músicos, drogadictos y alcohólicos, quizá hasta en las bellas orejitas negras, con su pimpollo de oro, de una mujer vestida de raso: una mantenida, por la heroína. No hubo aplausos, alguien se rió pesadamente (de otra cosa, con toda seguridad) y el dueño del bar no se molestó siquiera en decirle buenas noches, ¿Por qué iba a hacerlo? Hay momentos así, en que la música queda sin comentarios. Se prometió, sin motivo, venir en otra oportunidad al bar (alguna vez lo había frecuentado, como oyente) para imaginarse a sus anchas la posición del ser humano ante la música: el pianista consumado, la sucesión de viejas melodías, lentas y espaciadas. No lo hizo nunca, por creer que no valía la pena. Se consideraba una persona desprovista de imaginación. Transcurrida una semana, la representación de este fracaso se fundió con la del anterior, y eso le produjo una cierta extrañeza. ¿Se trataría de una repetición? No había motivos para creerlo, y sin embargo la realidad se mostraba así de simple. Un día se encontró en la calle con un ex condiscípulo de la Advanced School of Music de Boston, un neoclasicista. Cecil se mofaba en secreto de Stravinsky ?todos los negros desprecian a los rusos, eso es un hecho?. Un par de frases, y el otro quedó vagamente impresionado por el tono sibilino de la voz de su conocido, el susurro, el gorro de lana. (Si en lugar de ser una nulidad, el ex condiscípulo hubiera llegado a algo, habría anotado el hecho en su autobiografía, muchísimos años después.). Tres meses más tarde, una conversación de madrugada en una mesa de Village Vanguard resultó en un ofrecimiento para presentarse allí una noche, como complemento a un grupo renombrado. Abandonó su empleo en la estación de servicio y trabajó diez horas diarias en su piano (se había mudado a un cuarto en una vieja casa de proxenetas en Bleeker Street) durante la semana que lo separaba de su presentación. Al V.V. asistía la flor y nata del mundillo del jazz. Estaba persuadido de que en ese momento se formaría el primer círculo, así fuera pequeño como un punto, del que se irradiaría la comprensión de su actividad musical, y en consecuencia esta actividad misma. Llegó la noche en cuestión, entró a la tarima donde estaba el piano cuando se lo pidieron, y atacó... No hubo más que unos aplausos condescendientes: «al menos sudó». Esto lo desconcertaba. En la parte posterior del escenario había algunos músicos que desviaron la mirada con una sonrisita de monos. Fue a sentarse a la mesa donde estaban sus conocidos, que hablaban de otra cosa. Uno le tomó el codo e inclinándose hacia él sacudió lentamente la cabeza hacia la derecha y la izquierda. Con una gran carcajada, alguien prorrumpió en un «Después de todo, ya terminó». El crítico de jazz más prominente de la época estaba sentado unas mesas más allá. El que había sacudido la cabeza fue a conversar con él y regresó con este mensaje: -Sinhué -así lo llamaban al crítico entre ellos- hizo un silogismo claro como un cielo sin nubes: el jazz es una forma de música, por tanto es una parte de la música. Como lo hace nuestro buen Cecil no es música, tampoco puede aspirar a la categoría de jazz. Según él, según lo que entiendo yo, que soy un autodidacta, no se puede avanzar hacia el jazz sino desde el embudo de lo general, es decir no habría particularidades que puedan relacionarse por analogía con el jazz. No intentó ninguna refutación. Evidentemente ese imbécil no sabía nada de música, lo que no podía sorprenderlo. El, por su parte, no entendía una palabra de sus razones, o mejor dicho de la convicción que apoyaba sus razones. Esperó alelado que alguno de los músicos que vio por ahí le hiciera saber algo. Pero no fue así. De hecho, no podía estar seguro de que hubiera ningún músico de los que creía haber visto, porque era muy miope y usaba unos anteojos oscuros que con la escasa luz del salón obnubilaban todo reconocimiento. Pero, cuando volvió a pensar en la situación en los días subsiguientes, comprendió que de nadie debía esperar menos reconocimiento explícito que de sus colegas. ¿Se vería obligado a escuchar infinitamente la música ajena hasta reconocer una nota, un pequeño solfeo amistoso, un «Hi» como los que se cruzaban cuando volvían del baño después de una dosis? No había hecho otra cosa en su vida, y amaba el jazz. Pasaron varias semanas. Trabajó haciendo la limpieza en un banco, de sereno en un edificio de oficinas y en un estacionamiento. Una noche le presentaron a alguien que tomó su dirección por el más fútil de los motivos: la señora Vanderbilt contrataba pianistas para sus tés. Efectivamente, fue llamado a los pocos días: al parecer sus credenciales de estudio habían sido investigadas y aprobadas. Fue a las seis de la tarde a la mansión de Long Island y tomó una taza de café con los criados, que al parecer se hacían una idea extraña de su trabajo. Un valet vino a anunciarle que podía empezar su interpretación. Se ubicó frente a un perfecto Steinway entreabierto, en una sala donde una elegante cantidad de personas de ambos sexos bebían y conversaban. Su actuación duró escasos veinte segundos pues la señora Vanderbilt en persona, en un rasgo que los entendidos calificaron de esnob, se acercó (lo esnob del asunto estuvo en que no mandó al valet a hacerlo) y con toda lentitud cerró la tapa del piano sobre las teclas. Cecil ya había apartado las manos. -Prescindiremos de su compañía -le dijo haciendo tintinear las perlas. No es tan difícil como se cree, hacer tintinear perlas. Los invitados aplaudieron a Gloria. -Debí suponer que pasaría algo así -le decía Cecil a su amante esa noche?. Pero también debí suponer que la extrañeza misma, en lugar de atravesar la coraza de ignorancia de esa gente, sirviera como una vaselina para que la impenetrabilidad de la coraza girara sobre sí misma y se volviera inútil. Mi música tiene muchos aspectos, y yo sólo conozco los musicales. La vida está llena de sorpresas. En la primavera tuvo un nuevo contrato, esta vez por una semana entera, en un bar cuyas características más visibles eran las ráfagas de importancia nula que se le confería a la música que sonaba en él. Viejas negras, ex esclavas, debían de tocar allí de madrugada, sus pianos apolillados. El dueño estaba ocupado exclusivamente por el tráfico de heroína, y era algún mozo el que apalabraba a los pianistas. Cecil tocaría a la medianoche, durante dos horas. La gente entraba y salía, no podía confiarse en que nadie, entre una compra y una venta, o entre la adquisición y el uso, tuviera el ánimo lo bastante despejado como para apreciar una forma genuinamente novedosa de música. Con esa composición de lugar se sentó al piano. Habrían transcurrido dos o tres minutos de su ejecución cuando se le acercó por atrás el dueño del bar, agitando la mano en la que no sostenía el cigarrillo. -Shh, shh -le dijo cuando estuvo a su lado-. Preferiría que no siguieras, hijo. Cecil retiró las manos del teclado. Algunos parroquianos aplaudieron riéndose. Subió una señora negra que comenzó a tocar Body & Soul. El dueño le tendió un billete de diez dólares al demudado músico, pero cuando éste lo iba a tomar retiró la mano:
- ¿No habrás querido tomarnos el pelo? Era un individuo peligroso. Pesaría noventa kilos, es decir cincuenta más que Cecil, que se marchó sin esperar más reprimendas. Cecil era una especie de duende, elegante pese a su miseria, siempre en terciopelo y cueros blancos, zapatos en punta como correspondía a su cuerpecito pequeño, musculoso. Podía llegar a perder dos kilos en una tarde de improvisaciones en su viejo piano. Extraordinariamente distraído, liviano, volátil, cuando se sentaba y cruzaba las piernas (pantalones anchos, camisa inmaculada, chaleco tejido) era redundante como un bibelot; lo mismo cuando encendía un cigarrillo, o sea casi todo el tiempo. El humo era el bosque en el que este duende tenía su morada, a la sombra de una telaraña húmeda. Esa noche caminó por las profundas calles del sur de la isla, pensando. Había algo curioso: la actitud del difuso irlandés que vendía heroína no difería gran cosa de la que había mostrado poco antes la señora Vanderbilt. Pero ambos personajes no se parecían en nada. Salvo en esto. ¿Pasaría por ahí, por el acto de interrumpirlo, el común denominador de la especie humana? Por otra parte, en las últimas palabras del sujeto encontraba algo más, algo que ahora reconstruía en el recuerdo de todas sus desdichadas presentaciones. Siempre le preguntaban si lo hacía en broma o no. Claro que la señora Vanderbilt, por ejemplo, no se había rebajado a preguntárselo, pero en general había supuesto la existencia de la pregunta; más aún, diríase que su indignación no se había debido más que a la insolencia de hacerle necesario ponerse en actitud de proferir, explícita o tácitamente, tal pregunta a un negro. Ella había dicho «No lo sé, ni me importa». Pero en cierto modo había mostrado que le importaba. Cecil se preguntó por qué era posible preguntarle eso a él, y la misma pregunta no era pertinente respecto de lo demás. Por ejemplo él jamás le habría preguntado a la señora V. si hacía lo que hacía (fuera esto lo que fuera) en serio o en broma. Lo mismo al dueño del bar de esta noche. Había algo inherente a su trabajo que provocaba la interrogación. La señora Vanderbilt, por otro lado, participaba de una famosa anécdota, que citaban casi todos los libros de psicología escritos en los últimos años. En cierta ocasión había querido amenizar una cena con música de violín. Preguntó quién era el mejor violinista del mundo: ¿qué menos podía pagar, ella? Fritz Kreisler, le dijeron. Lo llamó por teléfono. No doy conciertos privados, dijo él: mis honorarios son demasiado altos. Eso no es problema, respondió la señora: ¿cuánto? Diez mil dólares. De acuerdo, lo espero esta noche. Pero hay un detalle más, señor Kreisler: usted cenará en la cocina con la servidumbre, y no deberá alternar con mis invitados. En ese caso, dijo él, mis honorarios son otros. Ningún problema; ¿cuánto? Dos mil dólares, respondió el violinista. Los conductistas amaban ese cuento, y lo seguirían amando toda su vida, contándoselo incansablemente entre ellos y transcribiéndolo en sus libros y artículos... Pero la anécdota de él, de Cecil, ¿la amaría alguien, la contaría alguien? ¿No tenían que triunfar también las anécdotas, para que las repitiera alguien?
Ese verano fue invitado, junto con una legión de músicos, a participar en el festival de Newport, que dedicaría un par de jornadas, por la tarde, a presentar artistas nuevos. Cecil reflexionó: su música, esencialmente novedosa, resultaría un desafío en ese marco. Por primera vez se haría oír en un concierto, no en el desagradable ambiente distraído de los bares (aunque todos los grandes músicos de jazz habían triunfado en los bares). Pues bien, llegado el momento, su presentación tuvo lugar en un clima de la mayor frialdad. No hubo aplausos, y los pocos críticos presentes se retiraron al pasillo a fumar un cigarrillo a la espera del número siguiente. En unas pocas crónicas se lo mencionó, pero sólo como una extravagancia. «No es música», decían, lacónicos, los entendidos. Mientras que los demás se preguntaban si habría sido una broma. El cronista de Down Beat proponía la cuestión (bajo luz irónica, claro está) como una paradoja: si golpeamos al azar el teclado de un piano... En resumen, una reedición de la paradoja llamada «del cretense». La música, pensaba Cecil, no es paradojal, pero lo que me sucede a mí en cierta forma es una paradoja. Pero no hay paradojas del estilo, no puede haberlas. Eso es lo paradojal en mi caso.
En el curso de los meses que siguieron se presentó en una media docena de bares, siempre distintos ya que el resultado era idéntico en todos los casos, y hubo dos invitaciones: primero a una universidad, después a un ciclo de artistas de vanguardia en la Copper Union. En el primer caso Cecil fue con la esperanza fluctuante que resultó desperdiciada (la sala se vació a los pocos minutos de iniciada la actuación y el profesor que lo había invitado debió hacer un difícil malabarismo para justificarse, y lo odió desde entonces), pero al menos sirvió para que comprobara otro pequeño detalle. Un público selecto es un público esnob. El esnobismo es un secreto a voces que se calla. El público universitario no tenía motivos para «entender» la música; no digamos «apreciarla», porque eso no les concernía. Pero a su vez actuaba una presión (ellos mismos eran esa presión) para que sí la entendieran. La mentira encontraba su difícil atmósfera ideal, el malentendido podía quedarse a vivir para siempre en esas aulas. Un pequeño porcentaje de mentira, por pequeño que fuera, podía apuntalar la verdad indiscutible de lo real. ¿Quién nos asegura, al fin de cuentas, que realmente estamos vestidos en el sentido que importa, que los pantalones y las camisas y las corbatas no son obscenos? Pues bien, su actuación no produjo nada de eso. ¿Entonces el esnobismo no existía? Si era así, todo el edificio mental accesorio de Cecil se venía abajo. Ya no podría entender nunca al mundo. En la Cooper Union la experiencia resultó menos gratificante todavía. Los músicos vanguardistas que presentaban sus obras junto a él estaban en la posición ideal de determinar qué era música y qué no, ya que ellos mismos se encontraban precisamente en el borde interno de la música, en su área de ampliación sistemática. Pero tampoco aquí la posición ideal dio lugar al juicio correcto. De la obra del jazzman negro sólo pudieron decir dos cosas: que por el momento no era música(es decir, que no lo sería nunca) y que se les ocurriría casualmente la pregunta de si no estarían ante una especie de broma.
Cecil abandonó uno de sus empleos habituales y con algo de dinero ahorrado pasó los meses de invierno estudiando y componiendo. En la primavera surgió un contrato por unos días, en un bar de Brooklin, donde se repitió lo de siempre, lo de aquella primera noche. Cuando volvía a su casa en el tren, el movimiento, el paso de las estaciones inmóviles produjo en él un estado propicio al pensamiento. Entonces advirtió que la lógica de todo el asunto era perfectamente clara, y se preguntó por qué no lo había visto antes: en efecto, en todas las historias con que Hollywood le había lavado el cerebro siempre hay un músico al que al principio no aprecian y al final sí. Ahí estaba el error: en el paso del fracaso al triunfo, como si fueran el punto A y el punto B que une una línea. En realidad el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito. Supongamos, se decía Cecil en el vagón vacío a las tres de la mañana, que para llegar a ser reconocido deba actuar ante un público cuyo coeficiente de sensibilidad e inteligencia haya superado un umbral de X. Pues bien, si comienzo actuando, digamos, ante un público cuyo coeficiente sea de una centésima parte de X, después tendré que «pasar» por un público cuyo coeficiente sea de una quincuagésima parte de X, después por uno de una vigésima quinta parte de X... así ad infinitum.«De modo que mientras continúe la serie, siempre fracasaré, porque nunca tendré el público de la calidad mínima necesaria. ¡Es tan obvio!» Seis meses después fue contratado para tocar en un tugurio al que asistían turistas franceses. Se presentó poco antes de la medianoche. Sentado en el taburete, estiró las manos hacia las teclas, atacó con una serie de acordes... Unas risotadas sonaron sin énfasis. El mâitre le hacía señas de que bajara, con gesto alegre. ¿Habrían decidido ya que era una broma? No, estaban razonablemente disgustados. Subió de inmediato, para tapar el mal momento, un pianista negro de unos cuarenta años. A Cecil nadie le dirigió la palabra, pero de todas maneras esperó que le pagaran una parte de lo prometido (siempre lo hacían) y se quedó mirando y escuchando al pianista. Reconocía el estilo, algo de Monk, algo de Bud Powell. Lo emocionaba la música. Un pianista convencional, pensó, siempre estaba tratando con la música en su forma más general. Efectivamente, le dieron veinte dólares, con la condición de que nunca volviera a pedirles trabajo.
viernes, 19 de noviembre de 2010
Susana:
Estoy pensando seriamente en cometer un acto suicida con mi pareja. Quisiera preguntarte si estarías dispuesta a colaborar en mi master piece. Será algo sencillo, tipo teatro kabuki o un viaje interminable a través del Danubio. Empezando en Danuaschagen y terminando en la costa húngara del Mar Negro. Imagina: Paganini como música de fondo. He pensado simplemente en tomar una navaja y así, vulgarmente, cortarme de tajo las venas. Pero no sería poético. No hay nada más vulgar que morir trágicamente sin tragedia (¿el suicidio no es acaso la forma más pura del hombre libre, el hombre sin ataduras, el que tiene su vida en la comisura de las manos y las eleva y le pega una bofetada directa al orgullo de Dios?, Camus dixit), sin impersonation, sin que la muerte sea un espectáculo multicolor donde el tono rojo luzca en todo su esplendor. No sé. Lo pensaré detalladamente porque quiero que salga todo a la perfección y no fallar en lo más mínimo. Escríbeme tu respuesta lo más rápido que puedas porque el plan ya está en marcha. Ta amigo: Dead Purple.
Estoy pensando seriamente en cometer un acto suicida con mi pareja. Quisiera preguntarte si estarías dispuesta a colaborar en mi master piece. Será algo sencillo, tipo teatro kabuki o un viaje interminable a través del Danubio. Empezando en Danuaschagen y terminando en la costa húngara del Mar Negro. Imagina: Paganini como música de fondo. He pensado simplemente en tomar una navaja y así, vulgarmente, cortarme de tajo las venas. Pero no sería poético. No hay nada más vulgar que morir trágicamente sin tragedia (¿el suicidio no es acaso la forma más pura del hombre libre, el hombre sin ataduras, el que tiene su vida en la comisura de las manos y las eleva y le pega una bofetada directa al orgullo de Dios?, Camus dixit), sin impersonation, sin que la muerte sea un espectáculo multicolor donde el tono rojo luzca en todo su esplendor. No sé. Lo pensaré detalladamente porque quiero que salga todo a la perfección y no fallar en lo más mínimo. Escríbeme tu respuesta lo más rápido que puedas porque el plan ya está en marcha. Ta amigo: Dead Purple.
RESTROSPECTIVA DE UN OLVIDADO
FRANCISCO RENTERIA SALÉN
(Chiapas, 1982-Greenriver, Maine, EUA, 2020)
(Chiapas, 1982-Greenriver, Maine, EUA, 2020)
El que fuera considerado el mejor de los escritores de la generación de la "Confusión múltiple" y uno de los mejores poetas en lengua chicana de principios del siglo XXI, aprendió a leer y escribir en inglés en las frías aulas de la Prisión Estatal del Condado de Fullton, en Atlanta, a la edad de 30 años, mientras cumplía una condena menor por robo a mano armada a una tienda departamental. Previamente su vida podría definirse como una sucesión de delitos menores y actos que pasaban uno tras otro sin mayor trascendencia, propios de una adolescente mexicano de raza indefinida y de clase baja, perteneciente a un familia disfuncional (padre alcohólico, madre que trabajaba en lugares poco confiables y mal remunerados). En 2007, después de licenciarse en Letras, Rentería abandona México y, mochila en mano, cruza la frontera por el lado de El Paso, Texas, en donde por espacio de dos años se dedica a los más variados oficios. Es deportado en tres ocasiones pero lo intenta de nuevo, hasta que en 2010 desaparece sin que se tengan noticias de él en dos años. Ahí es atrapado y condenado a tres años por robo. Ahí aprende inglés con suma facilidad y comienza a escribir sus primeros poemas. Tras su alfabetización, comienza su carrera delictiva en grande. Trafica droga, entra al lucrativo negocio de la trata de blancas y el lenocinio, el robo de coches de lujo, el secuestro y el asesinato. Aparecen sus primeros poemas en revistas de ínfima categoría, magazines de a dólar de circulación local (Los Ángeles, Chicago, Boston, entre otras ciudades). En 2017 es acusado de la muerte de Jack Brooks (capo de la droga neoyorkina) y dos de sus guardaespaldas. Durante el juicio se declara inocente. Pero sorprendentemente, media hora antes de subir al estrado, se autoinculpa de cuatro asesinatos no resueltos y que por entonces habían caído en el más absoluto olvido: los del pornógrafo y homosexual Manuel Roquetin , la actriz porno Krista "Vagina” Donovan, el actor porno Daniel "Dan Carmine" Goralino (ampliamente conocido en la farándula porno por poseer un descomunal miembro de 30 centímetros) y el poeta Truman Crane (profesor invitado en Boston University, y, según se supo después, pederasta consumado), ocurridos los tres primeros cuatro años antes, y el último en 2016, todos en el frío y lejano estado norteño de Maine. Inevitablemente es condenado a pena de muerte. Tras varias apelaciones, auspiciadas algunas por un importante sector literario chicano, la sentencia se cumple en 2020. Según testigos, Rentería pasó sus últimas horas, sereno, dedicado a la revisión de sus propios poemas.
Bibliografía básica de Francisco Rentería Salén:
Bibliografía básica de Francisco Rentería Salén:
Francisco Rentería's Way (Penguin Books, New York, 2014).
Charly: Pasión por Charles Manson por un mexicano desconocido (Random House, Los Ángeles, 2015)
The Bads and The Goods: Selects poems of F. R. S. por Martin Woodhouse. (Jonathan Cape, Londres, 2022). En donde Rentería nos dice:
Seres innobles niños poseídos por la voluntaden un laberinto o desierto de hierro Frágiles como un cerdo en una jaula de lobos hambrientos.
sábado, 13 de noviembre de 2010
REVOLUCION Y NARRATIVA
Ahí les va un avance de mi ensayito. Espero terminarlo en poco tiempo. No sé la fecha de entrega pero a estas alturas eso es lo que menos me importa.
LA REVOLUCION MEXICANA VISTA DESDE LA “NARRATIVA DE LA REVOLUCION.
I
La Literatura y la Historia siempre se han necesitado una a la otra para reafirmarse. El cantar de gestas heroicas, la división de un mundo espiritual y guerrero, la fantasía e ilusiones de una sociedad o la taxonomía personal se miden por el lenguaje que necesita representarse, sea de forma oral, sea de forma escrita. En cierto sentido, la Historia es la representación de un pasado que se expresa y necesita demostrarse para dotar a las sociedades de sentido; los hombres somos seres históricos y nuestros actos son historia. Palpable o no, la Historia requiere de un medio de expresión. Para la literatura, y sobre todo para la literatura que habla sobre tiempos convulsos y que obtiene su material de trabajo de la sangre, las balas, la confusión y la aberración, la Historia es indispensable. Este ensayo, sin ser exhaustivo, intenta rescatar esas voces que se convirtieron en literatura mediante la narración de batallas o episodios de nuestra Revolución mexicana, vista a través de las agudas miradas de escritores que aportaron este tour de force que se conoce como “narrativa de la Revolución”. Por obvias razones, no están todos los que deben, y si tomamos en cuenta que en este ensayo mando yo, voy a hablar de aquellos autores que son de mi interés, aparezcan o no el al “canon” de la narrativa de la Revolución.
II
Una de las tesis centrales del libro A la sombra de la Revolución mexicana, publicado por Héctor Aguilar Camín y Lorenzo Meyer, discurre sobre las diversas revoluciones que gestaron la Revolución. Al tratar la Revolución como un movimiento disperso, contingente y resultado de varios intentos de emancipación dictatorial, los autores suponen que esta gesta pseudo-heroica no tiene un principio (o cuando menos no el que la historia oficial toma como inicio: la rebelión maderista de 1909) y acaso no ha tenido un fin. Los autores nos recuerdan que desde principios de siglo los Flores Magón se habían convertido en una piedra en el zapato de Díaz con constantes levantamientos armados que eran paliados inmediatamente por el Gobierno. Pascual Orozco en Chihuahua, Benjamín Hill en Sonora, Bernardo Reyes en Nuevo León eran opositores directos al régimen porfirista (que a la sazón contaba ya con 80 años, treinta en el poder) y buscaban un líder que los unificara y les diera participación nacional. Los Flores Magón eran demasiado anarquistas (además que llevaban una larga temporada exiliados y encarcelados en Estados Unidos) y tenían un ideal propio que no convergía con ninguno de los opositores. Fue en esta encrucijada cuando en una hacienda de Coahuila, un próspero hacendado decide alzar su voz y comenzar a gestar un movimiento que, partiendo de un pequeño pueblo coahuilense, en poco tiempo toma carácter nacional.
La ideas democráticas de Madero, idealista consumado, tomaron por sorpresa a un Díaz medrado por años de guerrillas y revueltas intestinas. Madero creía firmemente en la democratización del poder, al grado de no aceptar la presidencia luego de su entrada triunfal a Ciudad de México, y ceder tal alto honor a Francisco León de la Barra. Para Krauze: “Madero creyó firmemente hasta pagar con su vida por esa creencia, que México podía ser un país democrático. Pensar que la democracia en México es un proyecto quijotesco, es tan falso como sostener que el segundo nombre de Madero era Inocencio” (Krauze: 2005, 317). Madero pensó que esta idea de nación era posible, y encausó sus fuerzas para demostrarlo. No sólo perdonó la vida a Díaz, sino, más tarde, a Villa y fue reacio a los comentarios, que ya eran vox populi, que ponían a Victoriano Huerta como su principal enemigo. Huerta fue, en efecto, su verdugo, y aunque no jaló el gatillo que quitó la vida a Madero y Pino Suárez aquella noche del 22 de febrero de 1913, durante la Decena trágica, sí fue el autor intelectual de este magnicidio sin par en los anales de nuestra historia. Fue aquí, después de la sucesión de Huerta, donde empieza la verdadera Revolución. Aquella Revolución que cantan los corridos y que termina en la tinta de intelectuales, no terminaría hasta muchos años después, dejando a un país devastado y con la creencia que después de haberla vivido nada podría ser igual.
III
La conformación de obras “canónicas” de la narrativa de la Revolución* se da a la par del periodo de aclimatación posrevolucionaria y en buena medida por las figuras caudillescas que cobraban notoriedad constantemente. Este conjunto de obras son de una importancia definitiva en el desarrollo literario del siglo XX en México, pues abandonan el costumbrismo imperante durante el Porfiriato y, mediante retratos sociales, cuadro de costumbres y demostración de una realidad adusta, experimentan con técnicas estilísticas procedentes de Europa y Estados Unidos (Castro Leal: 1991, 65). Hay que destacar que estas obras, de un marcado acento folklorista, convergen entre sí en los temas y los puntos de vista que consideran la Revolución como una sanguinaria maquinaria de guerra con el único sentido de matarse unos con otros. Una frase, en un diálogo de la novela Los de abajo, de Mariano Azuela, resume de manera eficaz este periodo: “Ah qué hermosa es la Revolución, aún en su misma barbarie” (Azuela: 2000, 45). Efectivamente, la mayoría de los escritores que narran los avatares revolucionarios convergen en que la Revolución es una barbarie con una justificación política, en aras de la democracia y en detrimento de un pueblo que soportó con estoicismo el derramamiento de sangre y la muerte de más de un millón de mexicanos. Rafael F. Muñoz (Vámonos con Pancho Villa), Nellie Campobello (Cartucho), Martín Luis Guzmán (El águila y la serpiente, La sombra del caudillo), Mariano Azuela (Los de abajo), Julio Torri (De fusilamientos) y Juan Rulfo (Pedro Páramo, El llano en llamas) escriben desde la desolación y la desesperanza, rescatando aquellos rasgos distintivos donde la honra y la traición, la bondad y el mal absoluto convergen en una máscara de múltiples facciones.
IV
La estética de la narrativa de la revolución no requiere más elementos que los establecidos por una realidad que se impregna en la obra. En este sentido, salvo los casos de Azuela, Luis Guzmán y Rulfo, la mayoría de los narradores de este género no fueron escritores comprometidos con una estética de tipo modernista, sino por medio de una tradición oral arraigada y marginal, expusieron lo que vivieron. Fueron escritores vivenciales en el sentido que recogieron sus impresiones en torno a la Revolución y no intentaron otra cosa que eso. No buscaron el reconocimiento y los intelectuales cosmopolitas de la época (desde el grupo del Ateneo hasta el grupo Contemporáneos) se encargaron de mantenerlos en el olvido porque consideraban que sus obras eran subliteratura (Aguilar Mora: 1990, 46). Aguilar Mora relata que cuando Rafael F. Muñoz, gran ignorado por los intelectuales y autor de obras significativas como la mencionada Vámonos con Pancho Villa y la olvidada Oro, caballo y hombre, fue electo como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, ocupando al lugar de Julio Torri, escritor cercano al grupo Contemporáneos (liderado por Salvador Novo y Xavier Villaurrutia), en su discurso de aceptación, escribe: “Torri escribió sobre lo que había leído. El otro, sobre lo que había visto. Uno, literatura del mundo; otro, vida de México. Uno, pensamiento; otro, acción. Uno, bellas letras; otro, la Revolución” (en Aguilar Mora: 1990, 47). Personalmente, este discurso resume felizmente la estética de la narrativa revolucionaria: acción, desconcierto, balas, podredumbre, hambre, sangre derramada: todo lo que fue la Revolución. Las “bellas letras” que refiere F. Muñoz es el resultado del cosmopolitismo y de una estética contagiada de lecturas y sistemas de pensamiento que contrastan con la rústica rudeza de la estética revolucionaria, cercana, como se mencionó, a la tradición oral.
La formación del canon, por tanto, está implícita en su movilidad, en su dinamismo. No es posible tener un canon que no desate críticas que, a su vez, señalen sus errores y aciertos y ponga en tela de juicio su validez. Los conceptos, las ideas, el mundo cambia, y es a través de estos cambios cuando se puede hablar de una crisis. Crisis, reitero, que no tiene connotaciones negativas y por el contrario, advierte la inestabilidad de los presupuestos que alguna vez se consideran inmutables o permanentes. La periferia puede intercambiar su lugar con respecto al centro, las relaciones se pueden volver más complejas al ya no tener campos de interacción delimitados, pero el constante cuestionamiento es lo que hace al canon.
La conformación del canon tiene funciones establecidas por los críticos, y entre los críticos la propuesta por Harris es la más aceptada. Para Harris, existen siete funciones de los cánones selectivos:
Un canon cumple simultáneamente diferentes funciones en una cultura dada:
a) provee de modelos morales e ideales de inspiración, b) transmite una cierta herencia del pensamiento, c) crea marcos de referencia comunes a una sociedad y cultura, d) permite analizar en su constitución los intercambios de favores entre grupos que se apoyan y programan su pervivencia, e) legitima una teoría, como el caso de las selecciones de obras que el New Criticism o la deconstrucción hacen para apoyo de sus posiciones teóricas, f) ofrece una perspectiva de las cambiantes visiones del mundo en diferentes épocas históricas según la consagración de determinados textos y g) alcanzan a representar opciones pluralistas en el reconocimiento de diferentes tradiciones (Harris: 1988, 41).
I
La Literatura y la Historia siempre se han necesitado una a la otra para reafirmarse. El cantar de gestas heroicas, la división de un mundo espiritual y guerrero, la fantasía e ilusiones de una sociedad o la taxonomía personal se miden por el lenguaje que necesita representarse, sea de forma oral, sea de forma escrita. En cierto sentido, la Historia es la representación de un pasado que se expresa y necesita demostrarse para dotar a las sociedades de sentido; los hombres somos seres históricos y nuestros actos son historia. Palpable o no, la Historia requiere de un medio de expresión. Para la literatura, y sobre todo para la literatura que habla sobre tiempos convulsos y que obtiene su material de trabajo de la sangre, las balas, la confusión y la aberración, la Historia es indispensable. Este ensayo, sin ser exhaustivo, intenta rescatar esas voces que se convirtieron en literatura mediante la narración de batallas o episodios de nuestra Revolución mexicana, vista a través de las agudas miradas de escritores que aportaron este tour de force que se conoce como “narrativa de la Revolución”. Por obvias razones, no están todos los que deben, y si tomamos en cuenta que en este ensayo mando yo, voy a hablar de aquellos autores que son de mi interés, aparezcan o no el al “canon” de la narrativa de la Revolución.
II
Una de las tesis centrales del libro A la sombra de la Revolución mexicana, publicado por Héctor Aguilar Camín y Lorenzo Meyer, discurre sobre las diversas revoluciones que gestaron la Revolución. Al tratar la Revolución como un movimiento disperso, contingente y resultado de varios intentos de emancipación dictatorial, los autores suponen que esta gesta pseudo-heroica no tiene un principio (o cuando menos no el que la historia oficial toma como inicio: la rebelión maderista de 1909) y acaso no ha tenido un fin. Los autores nos recuerdan que desde principios de siglo los Flores Magón se habían convertido en una piedra en el zapato de Díaz con constantes levantamientos armados que eran paliados inmediatamente por el Gobierno. Pascual Orozco en Chihuahua, Benjamín Hill en Sonora, Bernardo Reyes en Nuevo León eran opositores directos al régimen porfirista (que a la sazón contaba ya con 80 años, treinta en el poder) y buscaban un líder que los unificara y les diera participación nacional. Los Flores Magón eran demasiado anarquistas (además que llevaban una larga temporada exiliados y encarcelados en Estados Unidos) y tenían un ideal propio que no convergía con ninguno de los opositores. Fue en esta encrucijada cuando en una hacienda de Coahuila, un próspero hacendado decide alzar su voz y comenzar a gestar un movimiento que, partiendo de un pequeño pueblo coahuilense, en poco tiempo toma carácter nacional.
La ideas democráticas de Madero, idealista consumado, tomaron por sorpresa a un Díaz medrado por años de guerrillas y revueltas intestinas. Madero creía firmemente en la democratización del poder, al grado de no aceptar la presidencia luego de su entrada triunfal a Ciudad de México, y ceder tal alto honor a Francisco León de la Barra. Para Krauze: “Madero creyó firmemente hasta pagar con su vida por esa creencia, que México podía ser un país democrático. Pensar que la democracia en México es un proyecto quijotesco, es tan falso como sostener que el segundo nombre de Madero era Inocencio” (Krauze: 2005, 317). Madero pensó que esta idea de nación era posible, y encausó sus fuerzas para demostrarlo. No sólo perdonó la vida a Díaz, sino, más tarde, a Villa y fue reacio a los comentarios, que ya eran vox populi, que ponían a Victoriano Huerta como su principal enemigo. Huerta fue, en efecto, su verdugo, y aunque no jaló el gatillo que quitó la vida a Madero y Pino Suárez aquella noche del 22 de febrero de 1913, durante la Decena trágica, sí fue el autor intelectual de este magnicidio sin par en los anales de nuestra historia. Fue aquí, después de la sucesión de Huerta, donde empieza la verdadera Revolución. Aquella Revolución que cantan los corridos y que termina en la tinta de intelectuales, no terminaría hasta muchos años después, dejando a un país devastado y con la creencia que después de haberla vivido nada podría ser igual.
III
La conformación de obras “canónicas” de la narrativa de la Revolución* se da a la par del periodo de aclimatación posrevolucionaria y en buena medida por las figuras caudillescas que cobraban notoriedad constantemente. Este conjunto de obras son de una importancia definitiva en el desarrollo literario del siglo XX en México, pues abandonan el costumbrismo imperante durante el Porfiriato y, mediante retratos sociales, cuadro de costumbres y demostración de una realidad adusta, experimentan con técnicas estilísticas procedentes de Europa y Estados Unidos (Castro Leal: 1991, 65). Hay que destacar que estas obras, de un marcado acento folklorista, convergen entre sí en los temas y los puntos de vista que consideran la Revolución como una sanguinaria maquinaria de guerra con el único sentido de matarse unos con otros. Una frase, en un diálogo de la novela Los de abajo, de Mariano Azuela, resume de manera eficaz este periodo: “Ah qué hermosa es la Revolución, aún en su misma barbarie” (Azuela: 2000, 45). Efectivamente, la mayoría de los escritores que narran los avatares revolucionarios convergen en que la Revolución es una barbarie con una justificación política, en aras de la democracia y en detrimento de un pueblo que soportó con estoicismo el derramamiento de sangre y la muerte de más de un millón de mexicanos. Rafael F. Muñoz (Vámonos con Pancho Villa), Nellie Campobello (Cartucho), Martín Luis Guzmán (El águila y la serpiente, La sombra del caudillo), Mariano Azuela (Los de abajo), Julio Torri (De fusilamientos) y Juan Rulfo (Pedro Páramo, El llano en llamas) escriben desde la desolación y la desesperanza, rescatando aquellos rasgos distintivos donde la honra y la traición, la bondad y el mal absoluto convergen en una máscara de múltiples facciones.
IV
La estética de la narrativa de la revolución no requiere más elementos que los establecidos por una realidad que se impregna en la obra. En este sentido, salvo los casos de Azuela, Luis Guzmán y Rulfo, la mayoría de los narradores de este género no fueron escritores comprometidos con una estética de tipo modernista, sino por medio de una tradición oral arraigada y marginal, expusieron lo que vivieron. Fueron escritores vivenciales en el sentido que recogieron sus impresiones en torno a la Revolución y no intentaron otra cosa que eso. No buscaron el reconocimiento y los intelectuales cosmopolitas de la época (desde el grupo del Ateneo hasta el grupo Contemporáneos) se encargaron de mantenerlos en el olvido porque consideraban que sus obras eran subliteratura (Aguilar Mora: 1990, 46). Aguilar Mora relata que cuando Rafael F. Muñoz, gran ignorado por los intelectuales y autor de obras significativas como la mencionada Vámonos con Pancho Villa y la olvidada Oro, caballo y hombre, fue electo como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, ocupando al lugar de Julio Torri, escritor cercano al grupo Contemporáneos (liderado por Salvador Novo y Xavier Villaurrutia), en su discurso de aceptación, escribe: “Torri escribió sobre lo que había leído. El otro, sobre lo que había visto. Uno, literatura del mundo; otro, vida de México. Uno, pensamiento; otro, acción. Uno, bellas letras; otro, la Revolución” (en Aguilar Mora: 1990, 47). Personalmente, este discurso resume felizmente la estética de la narrativa revolucionaria: acción, desconcierto, balas, podredumbre, hambre, sangre derramada: todo lo que fue la Revolución. Las “bellas letras” que refiere F. Muñoz es el resultado del cosmopolitismo y de una estética contagiada de lecturas y sistemas de pensamiento que contrastan con la rústica rudeza de la estética revolucionaria, cercana, como se mencionó, a la tradición oral.
La formación del canon, por tanto, está implícita en su movilidad, en su dinamismo. No es posible tener un canon que no desate críticas que, a su vez, señalen sus errores y aciertos y ponga en tela de juicio su validez. Los conceptos, las ideas, el mundo cambia, y es a través de estos cambios cuando se puede hablar de una crisis. Crisis, reitero, que no tiene connotaciones negativas y por el contrario, advierte la inestabilidad de los presupuestos que alguna vez se consideran inmutables o permanentes. La periferia puede intercambiar su lugar con respecto al centro, las relaciones se pueden volver más complejas al ya no tener campos de interacción delimitados, pero el constante cuestionamiento es lo que hace al canon.
La conformación del canon tiene funciones establecidas por los críticos, y entre los críticos la propuesta por Harris es la más aceptada. Para Harris, existen siete funciones de los cánones selectivos:
Un canon cumple simultáneamente diferentes funciones en una cultura dada:
a) provee de modelos morales e ideales de inspiración, b) transmite una cierta herencia del pensamiento, c) crea marcos de referencia comunes a una sociedad y cultura, d) permite analizar en su constitución los intercambios de favores entre grupos que se apoyan y programan su pervivencia, e) legitima una teoría, como el caso de las selecciones de obras que el New Criticism o la deconstrucción hacen para apoyo de sus posiciones teóricas, f) ofrece una perspectiva de las cambiantes visiones del mundo en diferentes épocas históricas según la consagración de determinados textos y g) alcanzan a representar opciones pluralistas en el reconocimiento de diferentes tradiciones (Harris: 1988, 41).
viernes, 5 de noviembre de 2010
500 days of Summer
Las películas de amor por lo regular aburren. O cuando menos a mí me aburren. Ese tipo de amor trillado y obsesivo que el cine pretende estereotipar, y que se vuelve rebuscado, falso, estéril y fatuo, no concuerda con el tipo de amor que me gusta en el cine. Películas como Malena, Mullholand Drive, Broken flowers o El eterno resplandor de una mente sin recuerdos, que analizan el amor como una relación personal más compleja, visceral y, por momentos, fría, además de hiriente y desechable. Pero hay excepciones. Gratas excepciones. Hace unos días vi una excelente película de amor -y ampliamente recomendable- llamada 500 days of summer (tiutulada en español 500 sin ella), en donde hablan del amor y de las consecuencias de éste al grado de cambiar la concepción del mundo de los personajes. Me resultó interesante porque la cinta utiliza una técnica cinematográfica ampliamente explotada como son los cortes y saltos temporales para mostar el drama psicológico de los personajes, o sea, su deterioro y cambio de humor, obsesiones e histeria. Linealmente la historia es ésta: Tom y Summer se conocen en el trabajo. Ambos trabajan para una compañía que hace tarjetas de felicitaciones. Durante los primeros días no pasa nada, pero luego ambos se reconocen y comienzan a llevar una amistad que, luego de un tiempo, su vuelve una relación informal. Tom está perdidamente enamorado de Summer, pero ésta es reticente a enamorarse. Todos hemos tenido una Summer alguna vez en nuestra vida y a veces pienso que esas "Summers" no son sino una especie de ente maligno con bragas, sostenes diminutos y mirada pícara que vienen de vez en cuando a la tierra y seleccionan a tipos incrédulos e imbécil y les arruinan la vida. A Summer no le intersa llevar una relación tradicional donde todo termine en boda, hijos, hipotecas y una vejez placentera en una casa con jardín. Ella quiere vivir. Tom cree que el amor es todo aquello que le dicen las novelillas de amor. Luego de un comienzo bueno, la relación viene en picada. Summer se aburre y Tom no sabe qué hacer. Summer lo corta. Summer se va. Tom queda hundido en una depresión que lo lleva a perder su empleo. Maldice al amor. Maldice a Summer. Es el tipo más desdichado. Descubre que Summer se ha casado con el primer tipo que se le puso enfrente. Pero no siempre el amor nos estanca: en ocasiones nos saca a flote y descubre en nosotros a alguien que no sabíamos que existía. Tom vuelve a la realidad, consigue empleo como Arquitecto y en la oficina de su trabajo conoce a la que será su pareja. Fin de la historia. Una historia como cualquiera, aderezada con frases sugestivas que exponen la pisiquis del personaje. Además, el soundtrack es ampliamente recomendable.
martes, 2 de noviembre de 2010
CIEN AÑOS
Tengo algunos trabajos pendientes. Quiero escribir algo sobre la Novela de la Revolución. Hay un profesor que nos está presionando con un trabajo sobre el significado de la Revolución y para mí el único significado lo entiendo a través de su literatura. Es decir, entiendo mejor la Revolución si alguien "me la narra". Lo que me lleva a pensar que estoy equivocado y no entiendo ni madres. En fin. De adolescente, en parte obligado, en parte por gusto, leí mucho sobre narrativa de la Revolución. Francisco Rojas, Magdaleno, Azuela, Luis Guzmán, Yáñez, Campobello. Vi algunas películas sobre el tema. Escuché corridos. Leí la biografía de Villa. Definitivamente fue Rulfo quien más me deslumbró y eso que en su obra toca la Revolución de refilón, como si no existiera. Para los que saben, Rulfo clausura la novela de la Revolución. Voy a escribir algo sobre eso, digo, sobre la Revolución que traspasa las balas y los campos de batalla y permenece intacta en los libros de aquellos que les parece interesante escribir sobre un pueblo mutilado. Sobre los colgados, sobre las soladaderas, sobre el mezcal, sobre los trenes, sobre las guitarras que gimen a media noche con una luna amarilla y cálida, sobre los sombreros raídos que cubren al soldado raso del sol y el polvo, sobre los generales ignaros y ladrones, sobre el amor desesperado que preña pueblos enteros, sobre esa música que rima los labios y los junta y aparta, sobre caballos que recorren estados enteros en busca de su amo, sobre el sexo encima de los rieles, sobre el sexo en matorrales y haciendas poseídas y petates pulgosos que apartan a los amorosos de su propia existencia, de iglesias y casas y ranchos tomados con violencia y mujeres violadas y hombre fusilados atrás de paredes que guardan los vestigios del tiempo, sobre niños de ojos hundidos y estómagos prominentes, sobre el recorrido de nuestro país después de cien años de seguir esperando que todo aquello se cumpla.
lunes, 1 de noviembre de 2010
Pedro Juan Gutiérrez en un escritor sui generis. Cubano, nacido en 1950, habitante del mundo pero principalmente radicado en La Habana (es decir, en Centro Habana), Gutiérerez ha dedicado su vida a la pintura, la poesía y la narrativa. Su obra, una de las más originales y radicales de habla hispana, descuella el territotio íntimo de La Habana para mostrarla tal y como es, lejos del discurso oficial que Fidel Castro ha repetido hasta el hartazgo. En su obra, lo mismo conviven jineteras que artistas, personajes oscuros, burócratas, parias subnormales, extranjeros pervertidos y una clase de nuevo ingreso a la vida común de los cubanos: los arribistas. Bukowskiano, bretoniano, amante del bolero y la música cubana, Pedro Juan Gutiérrez es autor de las espléndidas Trilogía sucia de La Habana, El rey de La Habana, Animal tropical, El insaciable Hombre Araña y Carne de perro, obras que lo colocan a la cabeza de la nueva narrativa hispanoamericana. Para los consumidores de este más bien triste blog que sobrevive gracias a la venia de los buenos lectores (que haría sin ellos, verdad de Dios), les dejo un relato de Pedro Juan, "Aplastado por la mierda", que se incluye en la Trilogía sucia de La Habana.
APLASTADO POR LA MIERDA
Pedro Juan Gutiérrez
Entonces yo era un tipo perseguido por las nostalgias. Siempre lo había sido y no sabía cómo desprenderme de las nostalgias para vivir tranquilamente.
Aún no he aprendido. Y sospecho que nunca aprenderé. Pero al menos ya sé algo valioso: es imposible desprenderme de las nostalgias porque es imposible desprenderse de la memoria. Es imposible desprenderse de lo que se ha amado.
Todo eso irá siempre con uno. Uno siempre anhelará tanto rehacer lo bueno de la vida como olvidar y destruir la memoria de lo malo. Borrar las perversidades que hemos cometido, deshacer el recuerdo de las personas que nos han dañado, quitar las tristezas y las épocas de infelicidad.
Es totalmente humano, entonces, ser un nostálgico y la única solución es aprender a convivir con la nostalgia. Tal vez, para suerte nuestra, la nostalgia puede transformarse de algo depresivo y triste, en una pequeña chispa que nos dispare a lo nuevo, a entregarnos a otro amor, a otra ciudad, a otro tiempo, que tal vez sea mejor o peor, no importa, pero será distinto. Y eso es lo que todos buscamos cada día: no desperdiciar en soledad nuestra vida, encontrar a alguien, entregarnos un poco, evitar la rutina, disfrutar nuestro pedazo de la fiesta.
Yo estaba así todavía. Sacando todas esas conclusiones. La locura merodeaba y yo la eludía. Había sido demasiado en muy poco tiempo para una sola persona, y me fui un par de meses de La Habana. Viví en otra ciudad haciendo unos negocios, vendiendo un refrigerador de uso y otras cosas, y a la vez y viviendo con una muchacha loca -loca en estado puro, sin contaminaciones- que estuvo presa muchas veces y tenía el cuerpo lleno de tatuajes. El que más me gustaba era uno que tenía en la ingle izquierda. Era una flecha indicando su sexo y un rótulo que decía solamente: BAJA Y GOZA. En una nalga decia: SOY DE FELIPE, y en la otra: NANCY TE AMO. En el brazo izquierdo, con grandes letras le habían grabado: JESÚS. Y en los nudillos de los dedos tenía corazones con iniciales de algunos de sus amores.
Olga apenas tenía veintitrés años, pero había llevado una vida demasiado desenfrenada, con mucha marihuana, alcohol y sexo de todo tipo. Alguna vez tuvo sífilis pero ya la tenía bajo control. Resistí un mes con ella porque era divertido. Vivir en el cuartucho de Olga era como estar metido dentro de una película pornográfica. Y aprendí. Aprendí tanto en aquel tiempo que tal vez algún día escriba un Manual de Perversiones.
Regresé a La Habana, con dinero suficiente como para no trabajar un buen tiempo, y me encontré con Miriam aterrada: «¡Piérdete. Ya él se enteró y te está buscando para matarte!» Ella estaba amoratada y con una herida en la ceja izquierda. Al tipo lo soltaron a los tres años. No cumplió la condena de diez. Y en cuanto llegó al solar sus amigos le dijeron lo de Miriam y yo. Por poco la mata a golpes. Después se buscó un puñal de matarife y juró que no iba a parar hasta que me partiera el hígado.
Ese negro era peligroso, así que mejor me perdía del barrio de Colón hasta que se le pasara la rabia. Pero no tenía dónde meterme. Fui a casa de Ana María. Le conté mi historia y me dejó dormir allí, en el piso, unas cuantas noches, pero en realidad yo interrumpía su romance con Beatriz. En la oscuridad las escuchaba haciéndose el amor y jugando a que Beatriz era el macho, y todo eso me erotizaba mucho y me la meneaba, hasta que una noche no pude resistir y me fui con mi pinga parada y durísima hasta la cama de ellas, encendí la luz y les dije: «¡Arriba, a gozar los tres ahora!»
Beatriz se había preparado para un asalto así. Metió la mano abajo de la cama y sacó un trozo de cable eléctrico muy grueso, de esos que tienen un forro de plomo, y se me lanzó arriba como una fiera: «¡Ésta es mi jeva, maricón, a singarte al coño de tu madre!» No sabía que una mujer pudiera ser tan fuerte. Me golpeó salvajemente. Me destrozó los labios y los dientes, me partió la nariz y me dejó en el suelo, aturdido por los cablazos que me asestó en la cabeza. Medio inconsciente escuché los gritos de Ana María pidiéndole que me dejara ya. Después me arrojaron un poco de agua fría en la cara y me arrastraron hasta el pasillo del edificio. Allí me dejaron tirado y cerraron la puerta. Beatriz repetía: «Hijoputa y mal agradecido. No se puede ser bueno con nadie, Ana María, con nadie.»
Estuve abandonado allí un buen rato. No tenía fuerzas para levantarme y también me dolían las costillas y la espalda. Al fin me decidí y logré ponerme en pie. Si Beatriz aparecía de nuevo en la puerta y me veía allí aún, me atizaría de nuevo, sin compasión. Era más fuerte y más tosca que un camionero. Fui caminando por Industria y me tiré en un banco en el parque de La Fraternidad. La gente creía que yo era un borracho y me registraban los bolsillos para robarme. Cada media hora me registraba alguien, pero yo había escondido mi dinero dentro de unos libros en casa de Ana María.
Cuando amaneció fui al hospital de emergencias. Me curaron un poco. No tenía ni un centavo arriba y era muy pronto para tratar de recoger lo mío en casa de Ana María. Mejor esperaba unos días.
Ya estaba lo suficientemente apaleado, sucio, barbudo y desesperado como para pedir limosnas. Fui hasta la iglesia de La Caridad, en Salud y Campanario, me senté en los escalones de la puerta, me quedé con mi cara de hambre y desamparo, y extendí la mano. De poco sirvió. Todas las limosnas se las daban a una viejita que ya estaba allí. Tenía una imagen de San Lázaro y una cajita de cartón con un mensaje de que hacía aquello para una promesa. Cuando cerraron la iglesia, ya de noche, sólo tenía unas pocas monedas, y un hambre desesperante. Llevaba más de veinticuatro horas sin comer nada.
Pedí algo de comer en alguna casa, pero la hambruna era fuerte. Todo el mundo pasaba hambre en La Habana en 1994. Una negra vieja me dio unos pedazos de yuca y cuando me miró a los ojos me dijo:
-¿Por qué estás así? Tú eres hijo de Changó.
-Y de Ochún también.
-Sí, pero Changó es tu padre y Ochún tu madre. Rézales, hijo, y pídeles. Ellos no te van a dejar abandonado.
-Gracias, abuela.
Así estuve unos cuantos días hasta que se me quitaron los dolores. Recogí en la calle un pedazo de hierro, me lo escondí en el pantalón, debajo de la camisa, y salí para la casa de Ana María. Era media mañana y calculé que Beatriz estaría trabajando.
Toqué y me abrió Ana María. Fue a tirarme la puerta en la cara pero lo impedí con el hierro. Empujé y entré. La aparté a un lado, empezó a gritar y salió corriendo a buscar un cuchillo en el fregadero.
-Oye, Ana María, cálmate. Yo no voy a hacer nada. Voy a recoger una cosa que se me quedó y me voy.
-Aquí no se te quedó nada. ¡Vete, vete! ¡Todos los hombres son iguales, abusadores! Si Beatriz estuviera aquí te partía el pescuezo, maricón. ¡Vete!
Ya yo tenía el libro en la mano, lo abrí y allí brillaba resplandeciente mi dinero. Me lo guardé en el bolsillo y me fui. Ella se calló de repente y yo intenté desaparecer rápido. Si le daba por gritar que me agarraran, que yo le había robado, entonces sí estaba frito.
Lo primero que hice fue comprar una botella de ron. Hacía mucho tiempo que no me daba un trago. Fui a la casa de un conocido, le compré el ron. Era de contrabando, caro, pero bueno. Abrí la botella y nos dimos unos tragos. Me preguntó por qué estaba tan jodio y le conté algo. No mucho.
-¿Por qué no te pones a cuidar algún viejo, acere? Ahí al doblar hay un viejo inválido que vive solo. Tiene como ochenta años y es un tipo difícil y cascarrabias, pero con paciencia tú lo controlas. Se le murió la mujer hace un par de meses, y se va a morir de hambre y de churre. Cuélate allí con él, lo cuidas, le quitas la mugre y le buscas un poco de comida y cuando se muera te quedas con la casa. Vas a estar mejor que en la calle.
Terminamos la botella. Le compré otra y me fui a ver al viejo. Era un tipo duro. Un negro muy viejo. Destrozado pero no destruido. Vivía en San Lázaro 558, y se pasaba el día sentado silenciosamente en su silla de ruedas, asomado a la puerta, mirando el tráfico, respirando el hollín del petróleo y vendiendo cajas de cigarrillos un poco más barato que en las tiendas. Le compré una. La abrí y le brindé, pero no me aceptó. Le brindé ron y tampoco quiso. Yo tenía buen humor. Ya con un poco de dinero en el bolsillo, una botella de ron y una caja de cigarrillos el mundo empezaba a cambiar de color. Le comenté esto al viejo y estuvimos hablando un buen rato. Yo tenía media botella de ron adentro, y eso me ponía conversador y jocoso. Después de una hora y unos cuantos tragos (al fin aceptó beber conmigo), el viejo me dio una pista: había trabajado en teatro.
-¿En cuál? ¿En el Martí?
-No. En el Shangai.
-Ah, ¿y qué hacía allí? Dicen que era de mujeres encueras y eso. ¿Es verdad que lo cerraron enseguida, al principio de la Revolución?
-Sí, pero yo no trabajaba allí hacía tiempo. Yo era Supermán. Siempre había una cartelera para mí solo: «Supermán, único en el mundo, exclusivo en este teatro.» ¿Tú sabes cuánto medía mi pinga bien parada? Treinta centímetros. Yo era un fenómeno. Así me anunciaban: «Un fenómeno de la naturaleza... Supermán... treinta centímetros, doce pulgadas, un pie de Superpinga... con ustedes... ¡Supermán!»
-¿Usted solo en el escenario?
-Sí, yo solo. Salía envuelto en una capa de seda roja y azul. En el medio del escenario me paraba frente al público, abría la capa de un golpe y me quedaba en cueros, con la pinga caída. Me sentaba en una silla y al parecer miraba al público. En realidad estaba mirando a una blanca, rubia, que me ponían entre bambalinas, sobre una cama. Esa mujer me tenía loco. Se hacía una paja y cuando ya estaba caliente se le unía un blanco y comenzaba a hacer de todo. De todo. Aquello era tremendo. Pero nadie los veía. Era sólo para mí. Mirando eso se me paraba la pinga a reventar y, sin tocarla en ningún momento, me venía. Yo tenía veintipico de años y lanzaba unos chorros de leche tan potentes que llegaban al público de la primera fila y rociaba a todos los maricones.
-¿Y eso lo hacia todas las noches?
-Todas las noches. Sin fallar una. Yo ganaba buena plata, y cuando me venía con esos chorros tan largos y abría la boca y empezaba a gemir con los ojos en blanco y me levantaba de la silla como si estuviera enmariguanado, los maricones se disputaban para bañarse con mi leche como si fueran cintas de serpentina en un carnaval, entonces me lanzaban dinero al escenario y pataleaban y me gritaban: «¡Bravo, bravo, Supermán!» Ése era mi público y yo era un artista que los hacía felices. Los sábados y domingos ganaba más porque el teatro se llenaba. Llegué a ser tan famoso que iban turistas de todas partes del mundo a verme.
-¿Y por qué lo dejó?
-Porque la vida es así. A veces estás arriba y a veces estás abajo. Ya con treinta y dos años más o menos los chorros de leche empezaron a reducirse y después llegó un momento en que perdía concentración y a veces la pinga se me caía un poco y de nuevo se paraba. Muchas noches no podía venirme. Yo estaba ya medio loco porque fueron muchos años forzando el cerebro. Tomaba bicho de carey, ginseng, en la farmacia china de Zanja me preparaban un jarabe que me daba resultado, pero me ponía muy nervioso. Nadie se imaginaba lo que me costaba ganarme la vida así. Yo tenía mi mujer. Estuvimos juntos toda la vida como quien dice, desde que yo llegué a La Habana hasta que ella se murió hace unos meses. Bueno, pues nunca pude venirme con ella en esa época. Nunca tuvimos hijos. Mi mujer jamás vio mi leche en doce años. Era una santa. Ella sabía que si templábamos como Dios manda y yo me venía, por la noche no podía hacer mi número en el Shangai. Yo tenía que acumular toda mi leche de veinticuatro horas para el espectáculo de Supermán.
-Tremenda disciplina.
-O tenía esa disciplina o me moría de hambre. No era fácil buscarse la jama en esa época.
-Ahora es igual.
-Sí, al que nace para pobre, del cielo le cae la mierda.
-¿Y qué pasó después?
-Nada. Me quedé en el teatro un tiempo más, haciendo rellenos, monté un numerito con la blanca rubia y a la gente le gustaba. Nos anunciaban como «Superpinga y la Rubia de Oro, los más gozadores del mundo» Pero no era igual. Ganaba muy poco con eso. Después me fui con un circo. Hice de payaso cuidaba los leones, hacia de hombre base con los equilibristas. De todo un poco. Mi mujer era costurera cocinaba. Estuvimos muchos años en eso. En fin, la vida es del cara;¡o. Da muchas vueltas.
Nos tomamos la botella. Me dejó quedarme allí esa noche y al día siguiente le conseguí unas revistas porno. Supermán era un mirahuecos profesional. El único tipo en el mundo que se había ganado la vida mirando templar a los demás. Habíamos congeniado bien y pensé que le daría una alegría con aquellas revistas. Se puso a hojearlas.
-Están prohibidas hace treinta y cinco años. En este país por poco prohíben hasta reírse. A mí me gustaban. Y a mi mujer también. Nos gustaba hacernos pajas mirando estas blancas rubias.
-¿Ella era negra?
-Sí. Pero una negra fina. Sabía coser y bordar, y trabajó de cocinera en casa de gente rica. No era una negra cualquiera. Pero me seguía la corriente. En la cama era tan loca como yo.
-¿Y ya no te gustan estas revistas, Supermán? Quédate con ellas, te las regalo.
-No, hijo, no. ¿Ya para qué?... Mira.
Se levantó una pequeña manta que le cubría los muñones. Ya no tenía pinga ni huevos. Todo estaba amputado junto con sus extremidades inferiores. Todo cercenado hasta los mismos huesos de la cadera. Ya no quedaba nada. Una manguerita de goma salía del sitio donde estuvo la pinga y dejaba caer una gota continua de orina en una bolsa plástica que llevaba atada a la cintura.
-¿Qué le pasó?
-Azúcar alta. Se fueron gangrenando las dos piernas. Y poco a poco me las fueron amputando. Hasta los cojones. ¡Ahora sí soy un tipo descojoncido! Jajaja. Antes era un tipo encojonao. ¡El Supermán del Shangai! Ahora estoy jodio, pero a mí que me quiten lo bailao.
Y se reía con deseos. Nada irónico. Me llevaba bien con aquel negro duro y viejo que sabia reírse a carcajadas de sí mismo. Eso es lo que yo quiero: aprender a reírme a carcajadas de mi mismo. Siempre, aunque me corten los huevos.
© 1998 Pedro Juan Gutiérrez
Pedro Juan Gutiérrez
Entonces yo era un tipo perseguido por las nostalgias. Siempre lo había sido y no sabía cómo desprenderme de las nostalgias para vivir tranquilamente.
Aún no he aprendido. Y sospecho que nunca aprenderé. Pero al menos ya sé algo valioso: es imposible desprenderme de las nostalgias porque es imposible desprenderse de la memoria. Es imposible desprenderse de lo que se ha amado.
Todo eso irá siempre con uno. Uno siempre anhelará tanto rehacer lo bueno de la vida como olvidar y destruir la memoria de lo malo. Borrar las perversidades que hemos cometido, deshacer el recuerdo de las personas que nos han dañado, quitar las tristezas y las épocas de infelicidad.
Es totalmente humano, entonces, ser un nostálgico y la única solución es aprender a convivir con la nostalgia. Tal vez, para suerte nuestra, la nostalgia puede transformarse de algo depresivo y triste, en una pequeña chispa que nos dispare a lo nuevo, a entregarnos a otro amor, a otra ciudad, a otro tiempo, que tal vez sea mejor o peor, no importa, pero será distinto. Y eso es lo que todos buscamos cada día: no desperdiciar en soledad nuestra vida, encontrar a alguien, entregarnos un poco, evitar la rutina, disfrutar nuestro pedazo de la fiesta.
Yo estaba así todavía. Sacando todas esas conclusiones. La locura merodeaba y yo la eludía. Había sido demasiado en muy poco tiempo para una sola persona, y me fui un par de meses de La Habana. Viví en otra ciudad haciendo unos negocios, vendiendo un refrigerador de uso y otras cosas, y a la vez y viviendo con una muchacha loca -loca en estado puro, sin contaminaciones- que estuvo presa muchas veces y tenía el cuerpo lleno de tatuajes. El que más me gustaba era uno que tenía en la ingle izquierda. Era una flecha indicando su sexo y un rótulo que decía solamente: BAJA Y GOZA. En una nalga decia: SOY DE FELIPE, y en la otra: NANCY TE AMO. En el brazo izquierdo, con grandes letras le habían grabado: JESÚS. Y en los nudillos de los dedos tenía corazones con iniciales de algunos de sus amores.
Olga apenas tenía veintitrés años, pero había llevado una vida demasiado desenfrenada, con mucha marihuana, alcohol y sexo de todo tipo. Alguna vez tuvo sífilis pero ya la tenía bajo control. Resistí un mes con ella porque era divertido. Vivir en el cuartucho de Olga era como estar metido dentro de una película pornográfica. Y aprendí. Aprendí tanto en aquel tiempo que tal vez algún día escriba un Manual de Perversiones.
Regresé a La Habana, con dinero suficiente como para no trabajar un buen tiempo, y me encontré con Miriam aterrada: «¡Piérdete. Ya él se enteró y te está buscando para matarte!» Ella estaba amoratada y con una herida en la ceja izquierda. Al tipo lo soltaron a los tres años. No cumplió la condena de diez. Y en cuanto llegó al solar sus amigos le dijeron lo de Miriam y yo. Por poco la mata a golpes. Después se buscó un puñal de matarife y juró que no iba a parar hasta que me partiera el hígado.
Ese negro era peligroso, así que mejor me perdía del barrio de Colón hasta que se le pasara la rabia. Pero no tenía dónde meterme. Fui a casa de Ana María. Le conté mi historia y me dejó dormir allí, en el piso, unas cuantas noches, pero en realidad yo interrumpía su romance con Beatriz. En la oscuridad las escuchaba haciéndose el amor y jugando a que Beatriz era el macho, y todo eso me erotizaba mucho y me la meneaba, hasta que una noche no pude resistir y me fui con mi pinga parada y durísima hasta la cama de ellas, encendí la luz y les dije: «¡Arriba, a gozar los tres ahora!»
Beatriz se había preparado para un asalto así. Metió la mano abajo de la cama y sacó un trozo de cable eléctrico muy grueso, de esos que tienen un forro de plomo, y se me lanzó arriba como una fiera: «¡Ésta es mi jeva, maricón, a singarte al coño de tu madre!» No sabía que una mujer pudiera ser tan fuerte. Me golpeó salvajemente. Me destrozó los labios y los dientes, me partió la nariz y me dejó en el suelo, aturdido por los cablazos que me asestó en la cabeza. Medio inconsciente escuché los gritos de Ana María pidiéndole que me dejara ya. Después me arrojaron un poco de agua fría en la cara y me arrastraron hasta el pasillo del edificio. Allí me dejaron tirado y cerraron la puerta. Beatriz repetía: «Hijoputa y mal agradecido. No se puede ser bueno con nadie, Ana María, con nadie.»
Estuve abandonado allí un buen rato. No tenía fuerzas para levantarme y también me dolían las costillas y la espalda. Al fin me decidí y logré ponerme en pie. Si Beatriz aparecía de nuevo en la puerta y me veía allí aún, me atizaría de nuevo, sin compasión. Era más fuerte y más tosca que un camionero. Fui caminando por Industria y me tiré en un banco en el parque de La Fraternidad. La gente creía que yo era un borracho y me registraban los bolsillos para robarme. Cada media hora me registraba alguien, pero yo había escondido mi dinero dentro de unos libros en casa de Ana María.
Cuando amaneció fui al hospital de emergencias. Me curaron un poco. No tenía ni un centavo arriba y era muy pronto para tratar de recoger lo mío en casa de Ana María. Mejor esperaba unos días.
Ya estaba lo suficientemente apaleado, sucio, barbudo y desesperado como para pedir limosnas. Fui hasta la iglesia de La Caridad, en Salud y Campanario, me senté en los escalones de la puerta, me quedé con mi cara de hambre y desamparo, y extendí la mano. De poco sirvió. Todas las limosnas se las daban a una viejita que ya estaba allí. Tenía una imagen de San Lázaro y una cajita de cartón con un mensaje de que hacía aquello para una promesa. Cuando cerraron la iglesia, ya de noche, sólo tenía unas pocas monedas, y un hambre desesperante. Llevaba más de veinticuatro horas sin comer nada.
Pedí algo de comer en alguna casa, pero la hambruna era fuerte. Todo el mundo pasaba hambre en La Habana en 1994. Una negra vieja me dio unos pedazos de yuca y cuando me miró a los ojos me dijo:
-¿Por qué estás así? Tú eres hijo de Changó.
-Y de Ochún también.
-Sí, pero Changó es tu padre y Ochún tu madre. Rézales, hijo, y pídeles. Ellos no te van a dejar abandonado.
-Gracias, abuela.
Así estuve unos cuantos días hasta que se me quitaron los dolores. Recogí en la calle un pedazo de hierro, me lo escondí en el pantalón, debajo de la camisa, y salí para la casa de Ana María. Era media mañana y calculé que Beatriz estaría trabajando.
Toqué y me abrió Ana María. Fue a tirarme la puerta en la cara pero lo impedí con el hierro. Empujé y entré. La aparté a un lado, empezó a gritar y salió corriendo a buscar un cuchillo en el fregadero.
-Oye, Ana María, cálmate. Yo no voy a hacer nada. Voy a recoger una cosa que se me quedó y me voy.
-Aquí no se te quedó nada. ¡Vete, vete! ¡Todos los hombres son iguales, abusadores! Si Beatriz estuviera aquí te partía el pescuezo, maricón. ¡Vete!
Ya yo tenía el libro en la mano, lo abrí y allí brillaba resplandeciente mi dinero. Me lo guardé en el bolsillo y me fui. Ella se calló de repente y yo intenté desaparecer rápido. Si le daba por gritar que me agarraran, que yo le había robado, entonces sí estaba frito.
Lo primero que hice fue comprar una botella de ron. Hacía mucho tiempo que no me daba un trago. Fui a la casa de un conocido, le compré el ron. Era de contrabando, caro, pero bueno. Abrí la botella y nos dimos unos tragos. Me preguntó por qué estaba tan jodio y le conté algo. No mucho.
-¿Por qué no te pones a cuidar algún viejo, acere? Ahí al doblar hay un viejo inválido que vive solo. Tiene como ochenta años y es un tipo difícil y cascarrabias, pero con paciencia tú lo controlas. Se le murió la mujer hace un par de meses, y se va a morir de hambre y de churre. Cuélate allí con él, lo cuidas, le quitas la mugre y le buscas un poco de comida y cuando se muera te quedas con la casa. Vas a estar mejor que en la calle.
Terminamos la botella. Le compré otra y me fui a ver al viejo. Era un tipo duro. Un negro muy viejo. Destrozado pero no destruido. Vivía en San Lázaro 558, y se pasaba el día sentado silenciosamente en su silla de ruedas, asomado a la puerta, mirando el tráfico, respirando el hollín del petróleo y vendiendo cajas de cigarrillos un poco más barato que en las tiendas. Le compré una. La abrí y le brindé, pero no me aceptó. Le brindé ron y tampoco quiso. Yo tenía buen humor. Ya con un poco de dinero en el bolsillo, una botella de ron y una caja de cigarrillos el mundo empezaba a cambiar de color. Le comenté esto al viejo y estuvimos hablando un buen rato. Yo tenía media botella de ron adentro, y eso me ponía conversador y jocoso. Después de una hora y unos cuantos tragos (al fin aceptó beber conmigo), el viejo me dio una pista: había trabajado en teatro.
-¿En cuál? ¿En el Martí?
-No. En el Shangai.
-Ah, ¿y qué hacía allí? Dicen que era de mujeres encueras y eso. ¿Es verdad que lo cerraron enseguida, al principio de la Revolución?
-Sí, pero yo no trabajaba allí hacía tiempo. Yo era Supermán. Siempre había una cartelera para mí solo: «Supermán, único en el mundo, exclusivo en este teatro.» ¿Tú sabes cuánto medía mi pinga bien parada? Treinta centímetros. Yo era un fenómeno. Así me anunciaban: «Un fenómeno de la naturaleza... Supermán... treinta centímetros, doce pulgadas, un pie de Superpinga... con ustedes... ¡Supermán!»
-¿Usted solo en el escenario?
-Sí, yo solo. Salía envuelto en una capa de seda roja y azul. En el medio del escenario me paraba frente al público, abría la capa de un golpe y me quedaba en cueros, con la pinga caída. Me sentaba en una silla y al parecer miraba al público. En realidad estaba mirando a una blanca, rubia, que me ponían entre bambalinas, sobre una cama. Esa mujer me tenía loco. Se hacía una paja y cuando ya estaba caliente se le unía un blanco y comenzaba a hacer de todo. De todo. Aquello era tremendo. Pero nadie los veía. Era sólo para mí. Mirando eso se me paraba la pinga a reventar y, sin tocarla en ningún momento, me venía. Yo tenía veintipico de años y lanzaba unos chorros de leche tan potentes que llegaban al público de la primera fila y rociaba a todos los maricones.
-¿Y eso lo hacia todas las noches?
-Todas las noches. Sin fallar una. Yo ganaba buena plata, y cuando me venía con esos chorros tan largos y abría la boca y empezaba a gemir con los ojos en blanco y me levantaba de la silla como si estuviera enmariguanado, los maricones se disputaban para bañarse con mi leche como si fueran cintas de serpentina en un carnaval, entonces me lanzaban dinero al escenario y pataleaban y me gritaban: «¡Bravo, bravo, Supermán!» Ése era mi público y yo era un artista que los hacía felices. Los sábados y domingos ganaba más porque el teatro se llenaba. Llegué a ser tan famoso que iban turistas de todas partes del mundo a verme.
-¿Y por qué lo dejó?
-Porque la vida es así. A veces estás arriba y a veces estás abajo. Ya con treinta y dos años más o menos los chorros de leche empezaron a reducirse y después llegó un momento en que perdía concentración y a veces la pinga se me caía un poco y de nuevo se paraba. Muchas noches no podía venirme. Yo estaba ya medio loco porque fueron muchos años forzando el cerebro. Tomaba bicho de carey, ginseng, en la farmacia china de Zanja me preparaban un jarabe que me daba resultado, pero me ponía muy nervioso. Nadie se imaginaba lo que me costaba ganarme la vida así. Yo tenía mi mujer. Estuvimos juntos toda la vida como quien dice, desde que yo llegué a La Habana hasta que ella se murió hace unos meses. Bueno, pues nunca pude venirme con ella en esa época. Nunca tuvimos hijos. Mi mujer jamás vio mi leche en doce años. Era una santa. Ella sabía que si templábamos como Dios manda y yo me venía, por la noche no podía hacer mi número en el Shangai. Yo tenía que acumular toda mi leche de veinticuatro horas para el espectáculo de Supermán.
-Tremenda disciplina.
-O tenía esa disciplina o me moría de hambre. No era fácil buscarse la jama en esa época.
-Ahora es igual.
-Sí, al que nace para pobre, del cielo le cae la mierda.
-¿Y qué pasó después?
-Nada. Me quedé en el teatro un tiempo más, haciendo rellenos, monté un numerito con la blanca rubia y a la gente le gustaba. Nos anunciaban como «Superpinga y la Rubia de Oro, los más gozadores del mundo» Pero no era igual. Ganaba muy poco con eso. Después me fui con un circo. Hice de payaso cuidaba los leones, hacia de hombre base con los equilibristas. De todo un poco. Mi mujer era costurera cocinaba. Estuvimos muchos años en eso. En fin, la vida es del cara;¡o. Da muchas vueltas.
Nos tomamos la botella. Me dejó quedarme allí esa noche y al día siguiente le conseguí unas revistas porno. Supermán era un mirahuecos profesional. El único tipo en el mundo que se había ganado la vida mirando templar a los demás. Habíamos congeniado bien y pensé que le daría una alegría con aquellas revistas. Se puso a hojearlas.
-Están prohibidas hace treinta y cinco años. En este país por poco prohíben hasta reírse. A mí me gustaban. Y a mi mujer también. Nos gustaba hacernos pajas mirando estas blancas rubias.
-¿Ella era negra?
-Sí. Pero una negra fina. Sabía coser y bordar, y trabajó de cocinera en casa de gente rica. No era una negra cualquiera. Pero me seguía la corriente. En la cama era tan loca como yo.
-¿Y ya no te gustan estas revistas, Supermán? Quédate con ellas, te las regalo.
-No, hijo, no. ¿Ya para qué?... Mira.
Se levantó una pequeña manta que le cubría los muñones. Ya no tenía pinga ni huevos. Todo estaba amputado junto con sus extremidades inferiores. Todo cercenado hasta los mismos huesos de la cadera. Ya no quedaba nada. Una manguerita de goma salía del sitio donde estuvo la pinga y dejaba caer una gota continua de orina en una bolsa plástica que llevaba atada a la cintura.
-¿Qué le pasó?
-Azúcar alta. Se fueron gangrenando las dos piernas. Y poco a poco me las fueron amputando. Hasta los cojones. ¡Ahora sí soy un tipo descojoncido! Jajaja. Antes era un tipo encojonao. ¡El Supermán del Shangai! Ahora estoy jodio, pero a mí que me quiten lo bailao.
Y se reía con deseos. Nada irónico. Me llevaba bien con aquel negro duro y viejo que sabia reírse a carcajadas de sí mismo. Eso es lo que yo quiero: aprender a reírme a carcajadas de mi mismo. Siempre, aunque me corten los huevos.
© 1998 Pedro Juan Gutiérrez
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