No hay mayor desilusión que la incapacidad de compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial.



Richard Ford



sábado, 13 de noviembre de 2010

REVOLUCION Y NARRATIVA

Ahí les va un avance de mi ensayito. Espero terminarlo en poco tiempo. No sé la fecha de entrega pero a estas alturas eso es lo que menos me importa.



LA REVOLUCION MEXICANA VISTA DESDE LA “NARRATIVA DE LA REVOLUCION.
I
La Literatura y la Historia siempre se han necesitado una a la otra para reafirmarse. El cantar de gestas heroicas, la división de un mundo espiritual y guerrero, la fantasía e ilusiones de una sociedad o la taxonomía personal se miden por el lenguaje que necesita representarse, sea de forma oral, sea de forma escrita. En cierto sentido, la Historia es la representación de un pasado que se expresa y necesita demostrarse para dotar a las sociedades de sentido; los hombres somos seres históricos y nuestros actos son historia. Palpable o no, la Historia requiere de un medio de expresión. Para la literatura, y sobre todo para la literatura que habla sobre tiempos convulsos y que obtiene su material de trabajo de la sangre, las balas, la confusión y la aberración, la Historia es indispensable. Este ensayo, sin ser exhaustivo, intenta rescatar esas voces que se convirtieron en literatura mediante la narración de batallas o episodios de nuestra Revolución mexicana, vista a través de las agudas miradas de escritores que aportaron este tour de force que se conoce como “narrativa de la Revolución”. Por obvias razones, no están todos los que deben, y si tomamos en cuenta que en este ensayo mando yo, voy a hablar de aquellos autores que son de mi interés, aparezcan o no el al “canon” de la narrativa de la Revolución.

II
Una de las tesis centrales del libro A la sombra de la Revolución mexicana, publicado por Héctor Aguilar Camín y Lorenzo Meyer, discurre sobre las diversas revoluciones que gestaron la Revolución. Al tratar la Revolución como un movimiento disperso, contingente y resultado de varios intentos de emancipación dictatorial, los autores suponen que esta gesta pseudo-heroica no tiene un principio (o cuando menos no el que la historia oficial toma como inicio: la rebelión maderista de 1909) y acaso no ha tenido un fin. Los autores nos recuerdan que desde principios de siglo los Flores Magón se habían convertido en una piedra en el zapato de Díaz con constantes levantamientos armados que eran paliados inmediatamente por el Gobierno. Pascual Orozco en Chihuahua, Benjamín Hill en Sonora, Bernardo Reyes en Nuevo León eran opositores directos al régimen porfirista (que a la sazón contaba ya con 80 años, treinta en el poder) y buscaban un líder que los unificara y les diera participación nacional. Los Flores Magón eran demasiado anarquistas (además que llevaban una larga temporada exiliados y encarcelados en Estados Unidos) y tenían un ideal propio que no convergía con ninguno de los opositores. Fue en esta encrucijada cuando en una hacienda de Coahuila, un próspero hacendado decide alzar su voz y comenzar a gestar un movimiento que, partiendo de un pequeño pueblo coahuilense, en poco tiempo toma carácter nacional.
La ideas democráticas de Madero, idealista consumado, tomaron por sorpresa a un Díaz medrado por años de guerrillas y revueltas intestinas. Madero creía firmemente en la democratización del poder, al grado de no aceptar la presidencia luego de su entrada triunfal a Ciudad de México, y ceder tal alto honor a Francisco León de la Barra. Para Krauze: “Madero creyó firmemente hasta pagar con su vida por esa creencia, que México podía ser un país democrático. Pensar que la democracia en México es un proyecto quijotesco, es tan falso como sostener que el segundo nombre de Madero era Inocencio” (Krauze: 2005, 317). Madero pensó que esta idea de nación era posible, y encausó sus fuerzas para demostrarlo. No sólo perdonó la vida a Díaz, sino, más tarde, a Villa y fue reacio a los comentarios, que ya eran vox populi, que ponían a Victoriano Huerta como su principal enemigo. Huerta fue, en efecto, su verdugo, y aunque no jaló el gatillo que quitó la vida a Madero y Pino Suárez aquella noche del 22 de febrero de 1913, durante la Decena trágica, sí fue el autor intelectual de este magnicidio sin par en los anales de nuestra historia. Fue aquí, después de la sucesión de Huerta, donde empieza la verdadera Revolución. Aquella Revolución que cantan los corridos y que termina en la tinta de intelectuales, no terminaría hasta muchos años después, dejando a un país devastado y con la creencia que después de haberla vivido nada podría ser igual.
III
La conformación de obras “canónicas” de la narrativa de la Revolución* se da a la par del periodo de aclimatación posrevolucionaria y en buena medida por las figuras caudillescas que cobraban notoriedad constantemente. Este conjunto de obras son de una importancia definitiva en el desarrollo literario del siglo XX en México, pues abandonan el costumbrismo imperante durante el Porfiriato y, mediante retratos sociales, cuadro de costumbres y demostración de una realidad adusta, experimentan con técnicas estilísticas procedentes de Europa y Estados Unidos (Castro Leal: 1991, 65). Hay que destacar que estas obras, de un marcado acento folklorista, convergen entre sí en los temas y los puntos de vista que consideran la Revolución como una sanguinaria maquinaria de guerra con el único sentido de matarse unos con otros. Una frase, en un diálogo de la novela Los de abajo, de Mariano Azuela, resume de manera eficaz este periodo: “Ah qué hermosa es la Revolución, aún en su misma barbarie” (Azuela: 2000, 45). Efectivamente, la mayoría de los escritores que narran los avatares revolucionarios convergen en que la Revolución es una barbarie con una justificación política, en aras de la democracia y en detrimento de un pueblo que soportó con estoicismo el derramamiento de sangre y la muerte de más de un millón de mexicanos. Rafael F. Muñoz (Vámonos con Pancho Villa), Nellie Campobello (Cartucho), Martín Luis Guzmán (El águila y la serpiente, La sombra del caudillo), Mariano Azuela (Los de abajo), Julio Torri (De fusilamientos) y Juan Rulfo (Pedro Páramo, El llano en llamas) escriben desde la desolación y la desesperanza, rescatando aquellos rasgos distintivos donde la honra y la traición, la bondad y el mal absoluto convergen en una máscara de múltiples facciones.
IV
La estética de la narrativa de la revolución no requiere más elementos que los establecidos por una realidad que se impregna en la obra. En este sentido, salvo los casos de Azuela, Luis Guzmán y Rulfo, la mayoría de los narradores de este género no fueron escritores comprometidos con una estética de tipo modernista, sino por medio de una tradición oral arraigada y marginal, expusieron lo que vivieron. Fueron escritores vivenciales en el sentido que recogieron sus impresiones en torno a la Revolución y no intentaron otra cosa que eso. No buscaron el reconocimiento y los intelectuales cosmopolitas de la época (desde el grupo del Ateneo hasta el grupo Contemporáneos) se encargaron de mantenerlos en el olvido porque consideraban que sus obras eran subliteratura (Aguilar Mora: 1990, 46). Aguilar Mora relata que cuando Rafael F. Muñoz, gran ignorado por los intelectuales y autor de obras significativas como la mencionada Vámonos con Pancho Villa y la olvidada Oro, caballo y hombre, fue electo como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, ocupando al lugar de Julio Torri, escritor cercano al grupo Contemporáneos (liderado por Salvador Novo y Xavier Villaurrutia), en su discurso de aceptación, escribe: “Torri escribió sobre lo que había leído. El otro, sobre lo que había visto. Uno, literatura del mundo; otro, vida de México. Uno, pensamiento; otro, acción. Uno, bellas letras; otro, la Revolución” (en Aguilar Mora: 1990, 47). Personalmente, este discurso resume felizmente la estética de la narrativa revolucionaria: acción, desconcierto, balas, podredumbre, hambre, sangre derramada: todo lo que fue la Revolución. Las “bellas letras” que refiere F. Muñoz es el resultado del cosmopolitismo y de una estética contagiada de lecturas y sistemas de pensamiento que contrastan con la rústica rudeza de la estética revolucionaria, cercana, como se mencionó, a la tradición oral.
La formación del canon, por tanto, está implícita en su movilidad, en su dinamismo. No es posible tener un canon que no desate críticas que, a su vez, señalen sus errores y aciertos y ponga en tela de juicio su validez. Los conceptos, las ideas, el mundo cambia, y es a través de estos cambios cuando se puede hablar de una crisis. Crisis, reitero, que no tiene connotaciones negativas y por el contrario, advierte la inestabilidad de los presupuestos que alguna vez se consideran inmutables o permanentes. La periferia puede intercambiar su lugar con respecto al centro, las relaciones se pueden volver más complejas al ya no tener campos de interacción delimitados, pero el constante cuestionamiento es lo que hace al canon.
La conformación del canon tiene funciones establecidas por los críticos, y entre los críticos la propuesta por Harris es la más aceptada. Para Harris, existen siete funciones de los cánones selectivos:

Un canon cumple simultáneamente diferentes funciones en una cultura dada:
a) provee de modelos morales e ideales de inspiración, b) transmite una cierta herencia del pensamiento, c) crea marcos de referencia comunes a una sociedad y cultura, d) permite analizar en su constitución los intercambios de favores entre grupos que se apoyan y programan su pervivencia, e) legitima una teoría, como el caso de las selecciones de obras que el New Criticism o la deconstrucción hacen para apoyo de sus posiciones teóricas, f) ofrece una perspectiva de las cambiantes visiones del mundo en diferentes épocas históricas según la consagración de determinados textos y g) alcanzan a representar opciones pluralistas en el reconocimiento de diferentes tradiciones (Harris: 1988, 41).


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