Hace unos días me di a la tarea de hacer una reconstrucción familiar y revisar hasta dónde llega mi rama familiar conocida. Hay muchos espacios en blanco a los que tuve que agregar un poco de ficción. Mi abuela, de 99 años, y con una memoria prodigiosa, me narró de viva voz algunos sucesos de su vida y de la relación con mi abuelo, y a través de ella me enteré de episodios familiares desconocidos. Me divertí mucho mientras reconstruía lo que mi abuela me había contado días antes. Entrego a ustedes parte del resultado.
UNO: LA RAMA MATERNA.
AURELIO
Mi abuelo materno, Aurelio Sánchez Cruz, abandonó un natal Hidalgo en 1929, con doce años cumplidos. Había nacido en enero de 1917, en Tecozautla, Hidalgo, y como la mayoría de los campesinos de esta región cercana a la Sierra hidalguense, su familia había tenido que huir ante la llegada de los cristeros que saquearon el pueblo, llevaron a las mujeres y jóvenes, y ordenaron colgar a todo aquel que estuviera en contra de lo que estaban haciendo, que no era otra cosa que en bien y protección de Nuestro Señor Jesucristo. Su padre, Toribio Sánchez, los había enviado a él, a una hermana y a su madre, Adalberta Cruz, a refugiarse en casa de unos parientes en Tequisquiapan, quedándose con los hermanos mayores de mi abuelo: José, Toribio, Félix y Zenón. Mi bisabuela Adalberta, cargando a su hija Josefina y cuidando a mi abuelo Aurelio, caminó los cien kilómetros que hay entre Tequisquiapan y San Juan del Río, Querétaro, y los encargó con una hermana. Ella regresó a Tecozautla, al lado de su esposo y sus hijos mayores. Los tíos abuelos mayores se enlistaron en las filas cristeras, con resultados sospechados: José cayó herido en Ápan y no aguantó el camino de regreso a Tecozautla. Toribio se enlistó cristero pero cuando fue atrapado por los federales cambió de bando y llegó a ser sargento; murió años después, mientras se negaba a pagar una apuesta de gallos. Zenón fue apresado en León, condenado a la horca, perdonado en el último momento y muerto por manos desconocidas en una cárcel de Silao, Guanajuato. Su padre (mi bisabuelo) recogió el cuerpo una semana después, y al no poderlo trasladar por el avanzado estado de descomposición, decidió enterrarlo en un cementerio clandestino de Silao. De todos ellos fue Félix quien contó con más suerte: se hizo cristero de forma obligada y a la primera oportunidad desertó. Regresó a Tecozautla pero entendió que ponía en peligro a la familia e hizo el camino a pie de la Ciudad de México. Ahí, tras meses sin trabajo, conoció a un agricultor veracruzano que estaba en la ciudad para invertir en máquinas tortilladoras (una novedad en ese entonces) y lo invitó a que invirtiera con él. No se sabe en dónde ni con quién consiguió Félix los mil pesos que dio al agricultor veracruzano para comprar dichas máquinas, pero lo cierto es que una semana después ambos dejaban México rumbo a Veracruz, en un viaje en tren de dos días con prolongadas paradas. En Amozoc, Puebla, luego de comer fritangas en un puesto clandestino el tío abuelo Félix cogió una disentería que casi lo mata. Estuvo hospitalizado dos semanas en el Puerto de Veracruz, y cuando pudo incorporarse se percató que el socio, luego de haber pagado la cuenta del hospital, lo abandonó a su suerte. Félix no reclamó: el tipo había salvado su vida al llevarlo a un buen hospital, y la cuenta de éste era de novecientos cincuenta pesos. Luego de un largo peregrinaje, el tío abuelo Félix se radicó en Tres valles, Veracruz, en 1930.
Mi abuelo Aurelio vivió con su tía en San Juan del Río cerca de un año y luego regresó a Tecozautla cuando los ánimos beligerantes se habían aplacado. Durante ese tiempo, el tío abuelo Félix había juntado algo de dinero y logró comprar una máquina tortilladora española de uso. Puso su negocio y comenzó a irle bien. En diciembre de 1931, la bisabuela Josefina muere a causa de un mal cardiaco. El tío Félix asiste al funeral. Después de las exequias invita a mi abuelo a irse con él y trabajar en su negocio. Esa misma semana los dos viajan a Veracruz, haciendo una parada en la Ciudad de México donde el tío abuelo Félix iba a comprar una máquina. Durante una de esas noches en el México bohemio de los años treinta, mi abuelo, según sus propias palabras, “disfruté por primera vez de la compañía de una dama. Era una india cetrina más o menos de mi edad que no pidió permiso y cuando me percaté ya la tenía encima de mí. Es uno de los recuerdos más vivos de mi adolescencia”. A principios de 1932, con quince años, mi abuelo vive en Tres Valles, donde trabaja como ayudante de su hermano en la primera tortillería de la región.
JOSEFA
Mis primeros recuerdos los tengo allá en Tehuantepec, donde nací un 3 de mayo de 1915. Epigmenia, Mamá Meña, mi madre, era mujer muy devota y por eso me bautizó como Josefa de la Santa Cruz Sosa Zárate. Tuve seis hermanos: Gilberto, Adán, Javier, Sofía, Heriberto, Arcelia y Santos. Sofía y Adán murieron de viruela siendo niños. Mi padre, Refugio, campesino de origen, murió cuando yo tenía tres años, así que no tengo recuerdos de él. Heriberto se metió al Ejército a los quince años y anduvo desaparecido muchos años, hasta que una buena tarde de Dios apareció en casa, dejó a mamá un morral lleno de dinero, durmió durante día y medio, comió hasta hartarse cuando despertó, se despidió sin dar explicaciones y nunca más regresó. Mamá guardó el dinero que le dio Heriberto aun cuando había temporadas que no teníamos para comer y la pobre nos engañaba con tortillas con manteca, café endulzado con piloncillo y totopos remojados en agua. Una tarde apareció un militar para informarle que el soldado Heriberto Sosa había muerto combatiendo a unos alzados en Tuxtepec, y entregó a Mamá Meña las únicas pertenencias que tenía. Entonces Mamá Meña desenterró el morral con las monedas, eligió las que servían (había muchas porfiristas, carrancistas y delahuertistas que ya estaban descontinuadas) y con el dinero fuimos todos al único restaurante de Tehuantepec y pedimos lo que quisimos. Mamá Meña pensaba arreglar el jacal, o ya de plano comprar una casita nueva en el centro, pero justo con esos planes: la llegada de los soldados al pueblo. El Gobierno había ordenado instalar un campamento militar permanente en Tehuantepec. Con la llegada de los soldados hubo mucho trabajo. Mamá Meña, tan buena como era para los negocios, puso cerca del ferrocarril militar una fonda donde daba de comer a los soldados. Durante un tiempo funcionó muy bien pero una tarde un grupo de soldados fue evacuado de la ciudad y entre ellos apareció el militar que le había dado la noticia de la muerte de Heriberto, acompañado con otro sorche, y luego de hablar con Mamá (“por las buenas o por las malas”), pistola en mano, sacó a rastras a Arcelia, que a la sazón tenía 13 años, la montó en su caballo y se la llevó. Con tres hijos más Mamá no se atrevería a impedirlo: ¿Quién vería de nosotros? El acompañante del militar le dijo a Mamá que no me llevaba porque estaba muy chica pero que se la educara dos años más que él regresaba por mí. Y Mamá tomó tan en serio la advertencia que tres días después estábamos arriba del tren con rumbo a Veracruz, donde, según Mamá, vivía una tía suya, la tía Meche.
Luego de días viajando, por fin llegamos a Isla, Veracruz, donde vivía la tía Meche. Yo tenía diez años. Isla era un rancho que lo único que tenía era un cuartel militar y una estación de ferrocarril. La tía Meche vendía comida, lavaba ropa, hacía el aseo en los carromatos de los oficiales y, según supimos después, servía de consorte de un tenientillo descarapelado. La tía Meche nos recibió con gusto. Le dio trabajo a Mamá vendiendo comida, y a mí me puso al servicio de la casa de los ricos del pueblo. La familia Cadó me recibió muy bien. El viejo Cadó era de España, pero doña Otilia era mexicana, de Xalapa creo, aunque no estoy segura. Doña Otilia era una mujer de mundo, había vivido en México y pasaba largas temporadas en España con sus hijos, yo creo que para sacudirse el polvo de este pueblo infestado de ladrones, militarcillos roñosos y malvivientes. A doña Otilia no le gustaba que sus empleadas fueran unas ignorantes, y yo, india tehuana, ¿qué más podía ser? Así que un buen día trajo a dos monjas que nos enseñaron las primeras letras. Las monjas eran canijas. No les gustaba enseñarnos, pero sabían que no se podían negar porque el viejo Cadó les daba limosnas cada mes, y qué limosnas. Yo misma escuchaba cuando le ordenaba al Pedro, el capataz guatemalteco, que vendiera una res y el dinero se lo fuera a dejar al convento de Santiago Tuxtla, que en ese tiempo no estaba tan cerca como ahora, antes un buen jinete se hacía medio día hasta allá. Las monjas venían una vez por semana a enseñarnos, y al cabo de seis meses yo ya sabía leer, aunque nunca aprendí a escribir muy bien.
Al poco tiempo doña Otilia enfermó y el viejo Cadó no reparó en gastar un dineral para curaciones, viajes a Puebla y México, y por fin a España, donde, según el viejo Cadó, sí había médicos prestigiosos, casi eminencias, y no charlatanes sin escrúpulos que estafaban a la gente trabajadora y honrada como él. Y así como me ves de jodida, tu abuela ya conoció España. Doña Otilia me tenía mucho cariño, y como según ella nadie planchaba sus faldas como yo convenció al viejo Cadó de que me llevara como ayudante personal, o mucama, que eso era yo, mucama de una vieja a la que la enfermedad fue amargando hasta quitarle el aliento y convertirla en un ser detestable. Cuando la conocí doña Otilia era un pan de Dios. Ya en sus últimos años era gritona, grosera y celosa como ella sola. Varias veces me dijo que le gustaría que alguien como yo cuidara a su esposo cuando ella muriera, para luego gritarme arribista, india ladina, puta lujuriosa y no sé cuántas cosas más. Yo aguantaba, sabía que era la enfermedad, el cáncer que la fue consumiendo poco a poco. Los médicos le desahuciaron, no le dieron más de seis meses de vida, así que Doña Otilia regresó para morir en su tierra. El viaje de regreso fue muy cansado. Hasta que se murió. Yo tenía 22 años por aquel entonces. Doña Otilia dejó dicho que quería que la enterraran en Xalapa, así que el viejo Cadó pagó el traslado hasta allá y ahí la enterramos en el cementerio municipal. Luego regresamos a Isla. Semanas después llegó doña Lucía, hermana del viejo Cadó, una gachupina insoportable que se hizo cargo de la casa y luego luego mandó a los hijos mayores de los Cadó (Fabián, de 13 y Constanza de 15) a un internado en la Ciudad de México. Podríamos hablar de ellos dos porque tuvieron una vida desafortunada, pero sería desviarnos del tema. En fin, casi un año después de la muerte de doña Otilia el viejo Cadó murió. Nadie supo por qué, si era un hombre fuerte, además de muy sano. Amaneció muerto en su cama. Doña Lucía, contra la voluntad del viejo Cadó, no quiso hacer todo el papeleo para trasladarlo a Bilbao y lo enterró en el cementerio de Isla. Después del funeral, doña Lucía me dijo que ya no necesitaba de mis servicios, y así dejé la casona donde había pasado mi adolescencia. Al despedirme, doña Lucía me dio un sobre con mil pesos, que en aquel tiempo era un dineral. Todavía sueño con el olor del metate cuando molíamos, los pasos siempre firmes de doña Otilia para llegar al comedor y tomarse un café con nosotras, el ruido de los caballos agitándose en la caballeriza.
Como ya no tenía trabajo pero sí mucho dinero, decidimos abrir una fonda entre Mamá y tía Meche. Le llamamos Fonda Aires de Oaxaca y servíamos varios platillos. Las tres éramos las dueñas y para cualquier cosa la decidíamos entre las tres. La fonda funcionaba muy bien y hasta pudimos comprar un terrenito para poder construir. En ese año abrieron un local en donde vendían tortillas que hacían con una máquina enorme. El dueño era un joven fuereño (como nosotras) de buen porte, aunque muy seco para tratar a las personas. Pensamos que quién carajos iba a querer tortillas pasadas por fierros y cadenas pero la verdad es que el negocio funcionó muy bien y el joven se fue haciendo de clientes. En cierta ocasión llegaron unos gitanos al pueblo que traían un espectáculo de cine. Era muy cómico porque muchas veces las imágenes estaban cortadas o no había sonido e incluso una ocasión se quemó la sábana que ponían como pantalla: todo mundo salió corriendo. En el cine conocí al joven, quien empezó a cortejarme. La verdad no me gustaba su carácter porque era muy seco con las personas, pero era guapo y tenía buen porte. Pedí permiso a Mamá para poder verlo y luego él vino a pedir permiso a Mamá y fue así como nos hicimos novios. El joven era, por supuesto, tu abuelo Aurelio. Fuimos novios dos años hasta que el 10 de abril de 1939 nos casamos. Un año después nació tu tía carolina, así uno a uno fueron naciendo hasta que llegó tu mamá Adalberta. Lo demás es historia.
UNO: LA RAMA MATERNA.
AURELIO
Mi abuelo materno, Aurelio Sánchez Cruz, abandonó un natal Hidalgo en 1929, con doce años cumplidos. Había nacido en enero de 1917, en Tecozautla, Hidalgo, y como la mayoría de los campesinos de esta región cercana a la Sierra hidalguense, su familia había tenido que huir ante la llegada de los cristeros que saquearon el pueblo, llevaron a las mujeres y jóvenes, y ordenaron colgar a todo aquel que estuviera en contra de lo que estaban haciendo, que no era otra cosa que en bien y protección de Nuestro Señor Jesucristo. Su padre, Toribio Sánchez, los había enviado a él, a una hermana y a su madre, Adalberta Cruz, a refugiarse en casa de unos parientes en Tequisquiapan, quedándose con los hermanos mayores de mi abuelo: José, Toribio, Félix y Zenón. Mi bisabuela Adalberta, cargando a su hija Josefina y cuidando a mi abuelo Aurelio, caminó los cien kilómetros que hay entre Tequisquiapan y San Juan del Río, Querétaro, y los encargó con una hermana. Ella regresó a Tecozautla, al lado de su esposo y sus hijos mayores. Los tíos abuelos mayores se enlistaron en las filas cristeras, con resultados sospechados: José cayó herido en Ápan y no aguantó el camino de regreso a Tecozautla. Toribio se enlistó cristero pero cuando fue atrapado por los federales cambió de bando y llegó a ser sargento; murió años después, mientras se negaba a pagar una apuesta de gallos. Zenón fue apresado en León, condenado a la horca, perdonado en el último momento y muerto por manos desconocidas en una cárcel de Silao, Guanajuato. Su padre (mi bisabuelo) recogió el cuerpo una semana después, y al no poderlo trasladar por el avanzado estado de descomposición, decidió enterrarlo en un cementerio clandestino de Silao. De todos ellos fue Félix quien contó con más suerte: se hizo cristero de forma obligada y a la primera oportunidad desertó. Regresó a Tecozautla pero entendió que ponía en peligro a la familia e hizo el camino a pie de la Ciudad de México. Ahí, tras meses sin trabajo, conoció a un agricultor veracruzano que estaba en la ciudad para invertir en máquinas tortilladoras (una novedad en ese entonces) y lo invitó a que invirtiera con él. No se sabe en dónde ni con quién consiguió Félix los mil pesos que dio al agricultor veracruzano para comprar dichas máquinas, pero lo cierto es que una semana después ambos dejaban México rumbo a Veracruz, en un viaje en tren de dos días con prolongadas paradas. En Amozoc, Puebla, luego de comer fritangas en un puesto clandestino el tío abuelo Félix cogió una disentería que casi lo mata. Estuvo hospitalizado dos semanas en el Puerto de Veracruz, y cuando pudo incorporarse se percató que el socio, luego de haber pagado la cuenta del hospital, lo abandonó a su suerte. Félix no reclamó: el tipo había salvado su vida al llevarlo a un buen hospital, y la cuenta de éste era de novecientos cincuenta pesos. Luego de un largo peregrinaje, el tío abuelo Félix se radicó en Tres valles, Veracruz, en 1930.
Mi abuelo Aurelio vivió con su tía en San Juan del Río cerca de un año y luego regresó a Tecozautla cuando los ánimos beligerantes se habían aplacado. Durante ese tiempo, el tío abuelo Félix había juntado algo de dinero y logró comprar una máquina tortilladora española de uso. Puso su negocio y comenzó a irle bien. En diciembre de 1931, la bisabuela Josefina muere a causa de un mal cardiaco. El tío Félix asiste al funeral. Después de las exequias invita a mi abuelo a irse con él y trabajar en su negocio. Esa misma semana los dos viajan a Veracruz, haciendo una parada en la Ciudad de México donde el tío abuelo Félix iba a comprar una máquina. Durante una de esas noches en el México bohemio de los años treinta, mi abuelo, según sus propias palabras, “disfruté por primera vez de la compañía de una dama. Era una india cetrina más o menos de mi edad que no pidió permiso y cuando me percaté ya la tenía encima de mí. Es uno de los recuerdos más vivos de mi adolescencia”. A principios de 1932, con quince años, mi abuelo vive en Tres Valles, donde trabaja como ayudante de su hermano en la primera tortillería de la región.
JOSEFA
Mis primeros recuerdos los tengo allá en Tehuantepec, donde nací un 3 de mayo de 1915. Epigmenia, Mamá Meña, mi madre, era mujer muy devota y por eso me bautizó como Josefa de la Santa Cruz Sosa Zárate. Tuve seis hermanos: Gilberto, Adán, Javier, Sofía, Heriberto, Arcelia y Santos. Sofía y Adán murieron de viruela siendo niños. Mi padre, Refugio, campesino de origen, murió cuando yo tenía tres años, así que no tengo recuerdos de él. Heriberto se metió al Ejército a los quince años y anduvo desaparecido muchos años, hasta que una buena tarde de Dios apareció en casa, dejó a mamá un morral lleno de dinero, durmió durante día y medio, comió hasta hartarse cuando despertó, se despidió sin dar explicaciones y nunca más regresó. Mamá guardó el dinero que le dio Heriberto aun cuando había temporadas que no teníamos para comer y la pobre nos engañaba con tortillas con manteca, café endulzado con piloncillo y totopos remojados en agua. Una tarde apareció un militar para informarle que el soldado Heriberto Sosa había muerto combatiendo a unos alzados en Tuxtepec, y entregó a Mamá Meña las únicas pertenencias que tenía. Entonces Mamá Meña desenterró el morral con las monedas, eligió las que servían (había muchas porfiristas, carrancistas y delahuertistas que ya estaban descontinuadas) y con el dinero fuimos todos al único restaurante de Tehuantepec y pedimos lo que quisimos. Mamá Meña pensaba arreglar el jacal, o ya de plano comprar una casita nueva en el centro, pero justo con esos planes: la llegada de los soldados al pueblo. El Gobierno había ordenado instalar un campamento militar permanente en Tehuantepec. Con la llegada de los soldados hubo mucho trabajo. Mamá Meña, tan buena como era para los negocios, puso cerca del ferrocarril militar una fonda donde daba de comer a los soldados. Durante un tiempo funcionó muy bien pero una tarde un grupo de soldados fue evacuado de la ciudad y entre ellos apareció el militar que le había dado la noticia de la muerte de Heriberto, acompañado con otro sorche, y luego de hablar con Mamá (“por las buenas o por las malas”), pistola en mano, sacó a rastras a Arcelia, que a la sazón tenía 13 años, la montó en su caballo y se la llevó. Con tres hijos más Mamá no se atrevería a impedirlo: ¿Quién vería de nosotros? El acompañante del militar le dijo a Mamá que no me llevaba porque estaba muy chica pero que se la educara dos años más que él regresaba por mí. Y Mamá tomó tan en serio la advertencia que tres días después estábamos arriba del tren con rumbo a Veracruz, donde, según Mamá, vivía una tía suya, la tía Meche.
Luego de días viajando, por fin llegamos a Isla, Veracruz, donde vivía la tía Meche. Yo tenía diez años. Isla era un rancho que lo único que tenía era un cuartel militar y una estación de ferrocarril. La tía Meche vendía comida, lavaba ropa, hacía el aseo en los carromatos de los oficiales y, según supimos después, servía de consorte de un tenientillo descarapelado. La tía Meche nos recibió con gusto. Le dio trabajo a Mamá vendiendo comida, y a mí me puso al servicio de la casa de los ricos del pueblo. La familia Cadó me recibió muy bien. El viejo Cadó era de España, pero doña Otilia era mexicana, de Xalapa creo, aunque no estoy segura. Doña Otilia era una mujer de mundo, había vivido en México y pasaba largas temporadas en España con sus hijos, yo creo que para sacudirse el polvo de este pueblo infestado de ladrones, militarcillos roñosos y malvivientes. A doña Otilia no le gustaba que sus empleadas fueran unas ignorantes, y yo, india tehuana, ¿qué más podía ser? Así que un buen día trajo a dos monjas que nos enseñaron las primeras letras. Las monjas eran canijas. No les gustaba enseñarnos, pero sabían que no se podían negar porque el viejo Cadó les daba limosnas cada mes, y qué limosnas. Yo misma escuchaba cuando le ordenaba al Pedro, el capataz guatemalteco, que vendiera una res y el dinero se lo fuera a dejar al convento de Santiago Tuxtla, que en ese tiempo no estaba tan cerca como ahora, antes un buen jinete se hacía medio día hasta allá. Las monjas venían una vez por semana a enseñarnos, y al cabo de seis meses yo ya sabía leer, aunque nunca aprendí a escribir muy bien.
Al poco tiempo doña Otilia enfermó y el viejo Cadó no reparó en gastar un dineral para curaciones, viajes a Puebla y México, y por fin a España, donde, según el viejo Cadó, sí había médicos prestigiosos, casi eminencias, y no charlatanes sin escrúpulos que estafaban a la gente trabajadora y honrada como él. Y así como me ves de jodida, tu abuela ya conoció España. Doña Otilia me tenía mucho cariño, y como según ella nadie planchaba sus faldas como yo convenció al viejo Cadó de que me llevara como ayudante personal, o mucama, que eso era yo, mucama de una vieja a la que la enfermedad fue amargando hasta quitarle el aliento y convertirla en un ser detestable. Cuando la conocí doña Otilia era un pan de Dios. Ya en sus últimos años era gritona, grosera y celosa como ella sola. Varias veces me dijo que le gustaría que alguien como yo cuidara a su esposo cuando ella muriera, para luego gritarme arribista, india ladina, puta lujuriosa y no sé cuántas cosas más. Yo aguantaba, sabía que era la enfermedad, el cáncer que la fue consumiendo poco a poco. Los médicos le desahuciaron, no le dieron más de seis meses de vida, así que Doña Otilia regresó para morir en su tierra. El viaje de regreso fue muy cansado. Hasta que se murió. Yo tenía 22 años por aquel entonces. Doña Otilia dejó dicho que quería que la enterraran en Xalapa, así que el viejo Cadó pagó el traslado hasta allá y ahí la enterramos en el cementerio municipal. Luego regresamos a Isla. Semanas después llegó doña Lucía, hermana del viejo Cadó, una gachupina insoportable que se hizo cargo de la casa y luego luego mandó a los hijos mayores de los Cadó (Fabián, de 13 y Constanza de 15) a un internado en la Ciudad de México. Podríamos hablar de ellos dos porque tuvieron una vida desafortunada, pero sería desviarnos del tema. En fin, casi un año después de la muerte de doña Otilia el viejo Cadó murió. Nadie supo por qué, si era un hombre fuerte, además de muy sano. Amaneció muerto en su cama. Doña Lucía, contra la voluntad del viejo Cadó, no quiso hacer todo el papeleo para trasladarlo a Bilbao y lo enterró en el cementerio de Isla. Después del funeral, doña Lucía me dijo que ya no necesitaba de mis servicios, y así dejé la casona donde había pasado mi adolescencia. Al despedirme, doña Lucía me dio un sobre con mil pesos, que en aquel tiempo era un dineral. Todavía sueño con el olor del metate cuando molíamos, los pasos siempre firmes de doña Otilia para llegar al comedor y tomarse un café con nosotras, el ruido de los caballos agitándose en la caballeriza.
Como ya no tenía trabajo pero sí mucho dinero, decidimos abrir una fonda entre Mamá y tía Meche. Le llamamos Fonda Aires de Oaxaca y servíamos varios platillos. Las tres éramos las dueñas y para cualquier cosa la decidíamos entre las tres. La fonda funcionaba muy bien y hasta pudimos comprar un terrenito para poder construir. En ese año abrieron un local en donde vendían tortillas que hacían con una máquina enorme. El dueño era un joven fuereño (como nosotras) de buen porte, aunque muy seco para tratar a las personas. Pensamos que quién carajos iba a querer tortillas pasadas por fierros y cadenas pero la verdad es que el negocio funcionó muy bien y el joven se fue haciendo de clientes. En cierta ocasión llegaron unos gitanos al pueblo que traían un espectáculo de cine. Era muy cómico porque muchas veces las imágenes estaban cortadas o no había sonido e incluso una ocasión se quemó la sábana que ponían como pantalla: todo mundo salió corriendo. En el cine conocí al joven, quien empezó a cortejarme. La verdad no me gustaba su carácter porque era muy seco con las personas, pero era guapo y tenía buen porte. Pedí permiso a Mamá para poder verlo y luego él vino a pedir permiso a Mamá y fue así como nos hicimos novios. El joven era, por supuesto, tu abuelo Aurelio. Fuimos novios dos años hasta que el 10 de abril de 1939 nos casamos. Un año después nació tu tía carolina, así uno a uno fueron naciendo hasta que llegó tu mamá Adalberta. Lo demás es historia.
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