A Facundo Cabral: por la libertad, por la mujer, por la amistad, por la distancia, por la felicidad que irradiaba por todos los poros. Y a mi padre, que escuchaba a Cabral en los largos recorridos de Veracruz a México, mientras yo lo observaba llorar desde el asiento del copiloto.
A principios de 2000 vivía en una enorme pensión para estudiantes al sur de la Ciudad de México. En esa pensión vivíamos 25 jóvenes de varios estados de provincia, exiliados involuntariamente por padres que no podían pagar un lugar más decente. Yo tenía parientes en el DF pero me negué rotundamente a vivir con alguno de ellos. Así que mi padre, quizá para darme cierta libertad y hacerme madurar, quizá para deshacerse de mí de una bueva vez, me llevó a una pensión que él había conocido en sus épocas de estudiante del Politécnico en los setenta. Hacinados en literas y camastros, los 25 convivíamos muy poco y casi no hablábamos. Estaba Jorge de Tamaulipas, Rubén de Tabasco, José de Guerrero, Ricardo de Oaxaca y un chico calladísimo lleno de granos que había llegado de Nayarit y del cual he olvidado el nombre. Comíamos y bebíamos en silencio en un enorme comedor con un ventanal pensando en épocas mejores en donde pudiéramos instalarnos en otro lugar. Caminábamos por el enorme terreno intentando recoger las guanábanas que de vez en cuando caían, maduras, al patio. Veíamos algún programa en el televisor blanco y negro que adornaba la sala mientras la niebla de enero avanzaba por todo el lugar, haciendo que la casona tuviera una temperatura gélida que daba cierto aire fantasmal, como en esas películas de monstruos del Santo. Y el olor. Ese olor a nafta que aún ahora recuerdo y que se debía a que el dueño de la casa, un tipo horrendo y vulgar, utilizaba el sótano como bodega de su negocio de telas. Cada domingo suministraba grandes cantidades de naftalina para proteger la integridad de las telas. Así vivíamos, gastando el dinero de papá en bagatelas, esperando que llegara el fin de semana para visitar parientes o vagabundear por la ciudad, pensando en que la boca de alguna actriz de moda se posaría en nuestro miembro para despertar con la bizarra imagen de cualquier compañero limpiándose los restos de semen con cualquier prenda. No teníamos nada en común, salvo ser estudiantes de algo. Yo estudiaba literatura, pero había ingenieros, veterinarios, abogados, y un tipo muy fantoche que estudiaba medicina en una universidad patito y que se jactaba de saber todos los huesos del cuerpo en orden alfabético: sólo lo dejamos llegar hasta el cúbito. No teníamos vidas muy distintas, y nos caracterizábamos por ser estudiantes de medio pelo, sin ningún talento prominente, dispuestos a todo por sobrevivir en la ciudad. Yo prefería leer tirado en mi litera. A la lista de Murakami debo agregar a Faulkner y Hemingway y después Salinger. Guardaba mi libro cuando llegaba algún compañero a la habitación pues me cagaba que hicieran preguntas estúpidas acerca de la calidad literaria del autor que leía o si mejor debiera estar lavando mi ropa y no leyendo estupideces. Yo prefería callarme y pensar en los labios sensuales de Juliette Binoche. Así pasó el tiempo hasta que mi padre me anunció que debido a un recorte salarial me iba a mandar con una tía solterona que vivía en la colonia Guerrero. Resistí lo más que pude. Cuando, en la cena, anuncié que me marchaba, no hubo ningún comentario especial. Algún bostezo y un sonoro pedo cerraron mi salida. Recuerdo la última noche que dormí en esa casa. Aún la silueta de Binoche levita envuelta en una sábana de seda trasparente, impertérrita a los ronquidos de mi compañero de litera. Mientras me despedía al otro día muy temprano, los rostros de ellos no decían nada en especial. Supongo que me vieron avanzar por ese enorme patio adornado con un pino, pensando en que quizá nunca más nos volveríamos a ver.
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